martes, 5 de octubre de 2010

EL CHE GUEVARA


EL CHE

En nuestro afanoso oficio de revolucionarlo, la muerte es un accidente frecuente.

Había escrito alguna vez el Che, a propósito de la caída de un amigo íntimo. Su carta a la Tricontinental termina saludando a la muerte que llegará, siempre que anuncie "nuevos gritos de guerra y de victoria".

Mil veces dijo que morir era tan posible y, sin embargo, tan insignificante. Lo sabía muy bien: a propósito de sus sucesivas muertes y resurrecciones, él mismo había asegurado que tenía siete vidas. Agotó la séptima como se lo había propuesto. Se metió en la muerte sin pedirle permiso ni disculpas; salió al encuentro de las balas en la polvorienta quebrada del Yuro, a la cabeza de sus hombres acorralados por el Ejército. La metralla le acribilló las piernas y siguió peleando, sentado, todavía un rato, hasta que la M-1 le saltó de las manos, rota por una ráfaga certera. Los numerosos soldados lo atraparon todavía vivo, aunque los escasos guerrilleros tuvieron coraje para disputar al herido desde la media tarde hasta las primeras horas del anochecer; cuerpo a cuerpo pelearon los compañeros del Che, que luego serían exhibidos a su lado con las cabezas destrozadas a culatazos, y los cuerpos varias veces abiertos por las bayonetas.
Innumerables leyendas se han tejido ya en torno de la vida y la muerte, tan plenas de alucinación y misterio, de este héroe de nuestro tiempo: algunas, pocas, son el fruto de la desbordada capacidad de infamia de ciertos canallas que se arrojan como cuervos sobre la memoria del Che muerto, aunque hubieran sido incapaces de sostener la mirada del Che vivo; otras, casi todas provienen de la fantasía popular, que ya celebra la Inmortalidad del caído ante los infinitos altares invisibles de nuestra América Latina.

EDUARDO GALEANO
(1967)

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