La Gorda Pereyra
Era una noche de primavera de 1990, despejada, con la luna llena en lo
alto, grande y brillante, rodeada de millones de estrellas. Solo una suave
brisa se sentía en el Parque Pereyra Iraola. Y yo, Daniel, me desplazaba en
formación cerrada junto a mis ciento catorce compañeros de primer año, hacia el
comedor que ya estaba lleno de cadetes cenando.
Juan, mi compañero, que había sido designado esa tarde como cuartelero,
estaba en el primer piso de las compañías, deambulando junto a las 117 camas
marineras triples y las cofreras, de dos metros de alto, que contenían las
pertenencias de los muchachos de primer año, nuestros camaradas.
Mientras tanto, mi hermano, cadete de 5to año, junto a 4 de sus amigos,
jugaba al juego de la copa en el pequeño cuarto de la
enfermería de la planta baja del mismo edificio de dormitorios, tratando de
invocar a la Gorda Pereyra. Un alma en pena, que según cuenta la historia, era
María Antonia Pereyra, quien se ahorcó en el Árbol de Cristal o Agathis Alba,
una especie exótica de conífera natural del archipiélago malayo, que tiene la
particularidad de exudar una resina que brilla a la luz de la luna, fenómeno
del cual deviene su nombre. La Gorda Pereyra era esposa de Leonardo Iraola,
doble primo hermano de ésta, y madre del futuro dueño de las estancias Pereyra
Iraola; quien tras una decepción amorosa decidió acabar con su vida. Fue
hallada días después, por la familia, con la soga apretada al cuello, pendiendo
del árbol, cubierta completamente por la resina, con sus extremidades
extendidas apuntando al suelo, tenía la piel de un color blanco azulado, los
ojos abiertos y lechosos como los de un ciego y su boca como las fauces negras
del aljibe del casco principal.
Mis compañeros y yo esperábamos, en formación de 4, nuestro turno para
ingresar al comedor, una construcción bastante amplia que permitía acomodar a
250 cadetes sentados, totalmente rodeado de grandes ventanas, divididas cada
una en 4 postigos. Como era de esperar todas se encontraban abiertas para
disfrutar de las frescas temperaturas primaverales.
De pronto, como caído de la nada, se desató sobre nosotros un aguacero,
provocando la inmediata reacción de ponernos a cubierto bajo el alero. Solo duró unos segundos, instantes después cesó completamente. Todos miramos al
cielo y pudimos seguir viendo el hermoso firmamento nocturno absolutamente
despejado con la luna allá, todavía en lo alto.
El oficial a cargo ordenó que volvamos a la
formación de inmediato. Pero no llegamos a cumplir la orden, que nuevamente
comenzó a llover, pero en esta oportunidad además del agua, el viento arremetió
contra todos. El oficial se vio en la obligación de ingresarnos al comedor,
aunque no hubiera lugar para sentarnos. Así, pues, nos formó en hileras de dos entre
las mesas, a la espera, ahora más tranquilos, de nuestro turno para cenar.
Pero la tranquilidad duró poco. Las luces parpadearon tres veces, hasta que
nos abandonaron definitivamente. La lluvia se intensificó e ingresaba por las
ventanas mojando todo. Los postigos se azotaban por el fuerte viento que
desprendió las cortinas arrojándolas sobre las mesas. Unos cuantos vidrios
estallaron y los más chicos entramos en pánico. El oficial de mayor rango ordenó, a viva voz, que se hiciera silencio y que los
cadetes, próximos a las ventanas, se abocaran a cerrar y asegurarlas.
Al mismo tiempo, mi hermano junto a
sus compañeros, totalmente abstraídos, estaban en plena sesión. La vela
proyectaba temblorosas sombras sobre las paredes. La copa, lenta pero firme, se
movía de un lugar a otro del tablero contestando sus preguntas. Fernando, fuera
del círculo de cuatro, era el encargado de anotar los mensajes. Les había
confirmado que era La Pereyra y que se había ahorcado. Cuando le preguntaron el
por qué, la copa comenzó de deslizarse frenéticamente de una letra a otra hasta
detenerse. Fernando, con la voz quebrada, leyó “DEJENME EN PAZ” y acto seguido
la copa se partió en dos y la vela se apagó.
En el primer piso, cuando comenzó
la lluvia, Juan corría de una ventana a otra cerrándolas para que no se mojara
el suelo que tanto le había costado mantener
limpio durante la tarde. Cuando cerró finalmente la última ventana, las luces
parpadearon al igual que en el comedor y lo abandonaron. A tientas, fue
caminando a paso vivo hasta su cofre para conseguir la bendita linterna que lo
sacara de la maldita oscuridad.
Arrodillado en el piso, rebuscando entre sus cosas, comenzó a oír que los
candados sujetos a los cofres se golpeaban intensamente contra las puertas,
como queriendo escapar de allí.
De pronto, de la misma manera que comenzaron a golpearse, todo ruido
finalizó. Una mano helada se posó sobre su hombro y sintió un torrente cálido y
húmedo avanzar por su entrepierna, mojando a su paso la parte delantera de su
pantalón de fajina. Al tiempo que una voz rasposa le susurró al oído DE-JEN-ME
EN PAZ, terminando la frase con un aullido agudo y ensordecedor.
Juan se dio la vuelta, pero ya nada había a sus espaldas. Lo que tenía
entre las manos voló por los aires, de un salto se puso en pie y bajó las escaleras
corriendo y gritando a todo pulmón.
Minutos después, en el comedor, la lluvia y el viento se detuvieron, las
luces se encendieron y lentamente todo volvió a su normalidad. Al regresar a
los dormitorios nos encontramos con un camino de agua que subía por las
escaleras y terminaba en un charco junto al cofre de Juan y un reguero de sus
cosas. De él no había novedad.
A la mañana siguiente cuando nos encontrábamos en las aulas, pudimos ver por las ventanas, a los padres de Juan con una valija en la mano
y él, pálido y ausente, entre ellos caminando hacia puesto uno, hacia la salida
del Liceo.
Esa fue la última vez que supimos algo de nuestro compañero, Juan Celiz,
cadete de primer año.
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