TRABAJO ESCLAVO EN EL BARRIO Y LA CIUDAD
Detectaron trabajo esclavo en un taller
clandestino de Lavalle al 2900
Balvanera no es
un barrio donde abundan las pocilgas que funcionan como “talleres” textiles, y
en donde se embauca a la gente necesitada, tan necesitada como desprevenida y
propensa de ser embaucada. A partir de una denuncia, personal del Ministerio de
Seguridad porteño realizó una investigación
sobre un domicilio de la calle Lavalle al 2900, donde eran reducidas a la
servidumbre 22 personas.
Allí se constató que funcionaba un taller textil ilegal,
que a su vez estaba relacionado con otros cinco departamentos dentro del mismo
edificio. En esos inmuebles fueron encontrados 22 trabajadores reducidos a la
servidumbre, en lugares para nada aptos en cuanto a seguridad e higiene, y en
donde se violaban los más elementales derechos humanos.
Intervinieron el Juzgado Nacional en lo Criminal y
Correccional N°6 y el Juzgado Nacional de Menores N°1, que ordenó la detención
de la encargada con pedido de captura. Los trabajadores liberados, en tanto,
quedaron bajo seguimiento del personal de la Oficina de Rescate y
Acompañamiento de Víctimas Damnificadas por el Delito de Trata de Personas.
Vale como ejemplo
esta anécdota trágica que transcribimos para
ilustrar el modus
operandi de ciertos personajes que suelen aprovecharse de los más débiles,
aunque sean sus coterráneos de la comunidad boliviana.
Se trata de un
tal “Óscar”, un ex tallerista, ahora agrandado, que deja ver brillo filoso de los dientes enmarcados en oro cuando, al fragor
de la ronda de vino tinto, olvida taparse la boca y estalla en carcajadas al
contar sus “aventuras” como patrón del taller clandestino que regenteaba cerca
del Puente Uriburu.
Óscar habla a
rienda suelta en rueda de talleristas. Entre trago y trago, mientras llega la
noche a unas cuadras de la villa 1-11-14 del Bajo Flores, habla de su pasado
explotador de sus coterráneos bolivianos, a los que iba a reclutar a la esquina
de Cobo y Curapaligüe, el vértice que funciona desde hace décadas como un
mercado humano, a la vista de cualquiera, que todos conocen, menos las
“autoridades laborales de aplicación”.
Óscar es paceño,
petiso, de 31 años. Cuenta que llegó al país hace 12 y que en La Paz era
gomero. Aquí aprendió a coser en la máquina recta, a decir "bolú" y
"papi", para empezar o terminar sus frases con tonada altiplanezca,
como para dejar claro que no es ningún recién llegado. También aprendió otras
mañas de las que saca pecho, como exprimir los espinazos ajenos en las
máquinas, después despedir a todos y volver a empezar.
"Ya a los 23
años tenía mi taller. La mejor forma es ir a buscarlos a Bolivia para que te
trabajen, si no, no rinde. No cierran los números, papi. Yo iba a buscar gente
a Cobo y Curapaligüe, caminaba entre los paisanos, los coreanos y argentinos y
así –chasquea los dedos– dos costureras y listo, ¡taxi!, las tenía
por un tiempo y después les decía que no tenía trabajo y pues, a empezar de
nuevo, pues ¿no? Si ya los explotaste, ya le chupaste la sangre como las
vinchucas…
Antes del primer
saludo, Óscar tiró un poco de su bebida al
suelo. "Hay que challarle a la Pachamama", explica serio, e invita a
imitarlo y a beber "seco". Después el alcohol le hará soltar la
lengua y, además de sus consejos, contará anécdotas sexuales como caporal
explotador del taller, en el que –dice– una vez dos
costureras peruanas lo "enfiestaron" y él inventaba su cumpleaños,
cada tanto, para emborrachar a las empleadas y pedir su "regalito",
ahí, entre las máquinas, donde dormían…
Eran buenos tiempos
para Óscar, él era uno de los miles de bocas iniciales de producción de la
industria clandestina de ropa que mueve más de 700 millones de dólares al año
sólo en Capital y el Conurbano, según cifras de la Cámara Industrial Argentina
de Indumentaria. Todo iba bien para él hasta que el 30 de marzo de 2006 ardió
el taller de Luis Viale 1269, en Caballito, con cuatro menores y dos adultos de
nacionalidad boliviana que no lograron escapar del humo y las llamas. Ellos
integraban un plantel de 64 esclavos textiles –la mayoría indocumentados– que estaban bajo el régimen de "cama caliente". La fábrica
figuraba habilitada para cinco personas desde 2001 a nombre de dos empresarios,
Jaime Geiler y Daniel Fischberg, y estaba subalquilada a Juan Manuel Correa,
argentino, y Luis Sillerico, boliviano. La causa penal está en manos del juez
de Instrucción Alberto Baños.
Hasta hoy nadie
sabe con certeza cuántos de estos talleres siniestros están activos en la
Ciudad. Una bomba de tiempo. Las muertes de Caballito sólo sirvieron para
"descubrir" un mundo paralelo que pareció sorprender a propios y
extraños y obligó a que se admitiera en forma oficial la situación de miles de
personas que son explotadas en talleres textiles, uno de los eslabones de la
trata de personas con fines de explotación laboral. Hay pagos miserables,
hacinamiento, reducción a la servidumbre, y hasta casos de tuberculosis, anemia
y violaciones de mujeres y menores, según apuntó el Cónsul General de Bolivia,
José Alberto González, quien también cree que, si hasta el momento no ocurrió
otra tragedia, es porque "Dios es argentino y también boliviano". El
diplomático es de los que piensan que esta problemática es una cuestión de
mercado: "La gente, por plata, mata. Y se deja matar".
Después del
incendio de Caballito, y de los controles que se habían lanzado en los talleres
hicieron que Óscar, el ex patrón explotador, cerrara por precaución. "Hay
que tener mucho cuidado con el paisano hoy por hoy, es un cuchillo de doble
filo. Te puede clavar un puñal por atrás si te delata. Si te quieres poner en
blanco te sale 300 pesos cada costurero, más el sueldo. Por eso tuve que cerrar
el taller, estaban jodiendo mucho", se lamenta Óscar, que no pierde las
esperanzas de reabrir y volver a ser patrón.
Historias como
ésta hay muchas, en estos momentos en que las
autoridades relajan los controles debido al maldito achicamiento de la administración
pública local y nacional, más la maldita flexibilidad laboral que avanza…
La llamada
“Policía de Trabajo” brilla por su ausencia y es caldo de cultivo para que
sucedan estos pequeños grandes dramas y para que, por
desgracia, existan muchos
“Oscares”.
Marta Romero
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