SOLO DE NOCHE
¡Qué susto! ¡Qué
espanto!
Leandro tenía mucho miedo de quedarse solo de noche, pero
nunca lo hubiera confesado. A los 10 años, se sentía demasiado grande para
pedirles a sus padres que se quedaran en casa.
Pero cuando se iban, todo a su alrededor se volvía
amenazador. Le parecía ver cosas por el rabillo del ojo. Cuando daba vuelta la
cabeza para mirarlas de frente, las cosas desaparecían. Quedarse en su cuarto,
sobre todo, le resultaba intolerable. Taparse la cabeza con la frazada era
todavía peor: si los monstruos que se imaginaba lo encontraban así, sin que él
pudiera verlos llegar, estaría completamente indefenso.
Lo curioso es que, al mismo tiempo, a Leandro le encantaba
leer cuentos de terror. Entonces, lo que hacía cuando sus papás salían era
sentarse a leer en el living, con todas las luces prendidas, hasta que
volvieran. Un día estaba leyendo un cuento que le gustaba y le daba mucha
impresión.
Se trataba de un hombre que había entrado en una cabaña
perdida en medio del bosque. Pasaba la noche allí y a la mañana descubría que
había dos puertas para salir, pero no podía acordarse por cuál de las dos había
entrado. Abría una puerta al azar y se encontraba de pronto en otra dimensión.
Un desierto inmenso y horrible se extendía hasta el
infinito.
Aquí y allá había unos cactus que se movían lentamente y
parecían tener ojos. Una extraña fuerza lo atraía hacia el desierto.
Con un gran esfuerzo de la voluntad, el hombre conseguía
resistir esa fuerza y se encontraba otra vez dentro de la cabaña. Pero, una vez
más, no sabía cuál de las dos puertas daba al bosque y cuál daba al horror. Y
tenía tanto miedo que se quedaba encerrado para siempre en la cabaña.
Leandro levantó la cabeza sobre el libro y miró a su alrededor.
Su casa estaba llena de puertas.
La de la cocina, la del baño, la de su cuarto, la del cuarto
de sus padres… Cualquiera de ellas podía conducir a un lugar desconocido y
terrible. Varias estaban abiertas. Pero la de la cocina estaba cerrada. Y ahora
tenía sed, mucha sed. ¿Se atrevería a abrir la puerta de la cocina? Dudó un
momento con la mano sobre el picaporte. Finalmente, abrió de un empujón.
Azulejos, microondas, alacenas, cocina, heladera. Todo bien.
Entonces abrió la heladera para sacar una gaseosa y se
encontró de golpe en un desierto blanco y frío, infinito. Formas de hielo de
extraño diseño se movían hacia él, primero lentamente, después cada vez más
rápido. La puerta de la heladera había quedado a sus espaldas. Se volvió hacia
allí y trató de correr para volver a la cocina, pero el suelo parecía estar
hecho de un barro frío y poroso que se adhería a sus pantuflas. Por suerte la
heladera no se había cerrado.
De algún modo logró aferrarse al borde de la puerta y saltar
del otro lado, mientras el barro se tragaba sus pantuflas con un desagradable
sonido de absorción.
–¡Leandro! ¡Leandro! –la voz de su madre lo despertó– ¡Te
quedaste dormido leyendo en el sillón del living!
Era maravilloso volver a ver a sus padres.
–¿Qué te pasó? –preguntó su
papá– ¿Otra vez tuviste un mal sueño?
–Pero mirá cómo tenés los pies embarrados… ¿Saliste al
jardín sin pantuflas? –preguntó la mamá.
Durante mucho tiempo Leandro se negó a abrir la puerta de la
heladera, y se mostraba muy cauteloso con todas las puertas en general. Con el
tiempo se le fue pasando el susto y empezó a comportarse más normalmente. Había
muchas explicaciones para lo que le había pasado.
Una simple pesadilla, por ejemplo, que lo había hecho
caminar en sueños por el jardín. Eso sí: las pantuflas no aparecieron nunca
más.
Pero hay tantas maneras de que se pierdan unas pantuflas…
¿O no?
Ana María Shua y
Paloma Fabrykant
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