La mujer quemada que dormía en la calle
Se cumplió una semana del
asesinato de una mujer que dormía en la calle. La incendiaron con sus cosas y
ni siquiera sabemos su nombre. Escribe Horacio González como un conjuro contra
el olvido: «¿Quién sabe lo que puede un Odio? ¿Quién se anima en nombre de esas
tinieblas del corazón a hacer brasas de una vida? Parece un deporte gratuito de
señoritos o la necedad de abominables alfeñiques. Pero allí están, caminan
subrepticios, con el bidón en las manos y la muerte en el corazón».
No sé si lo escuché decir, o
ahora que estoy muerta lo estoy soñando. Siempre se deja una huella en la vida.
Pero mis huellas, aunque no me avergüenzan, son muy extrañas. ¿Quién podrá
descifrarlas? Soy apenas una sombra de hollín en una pared, bajo un viaducto.
Permaneceré unos días, difusa e informe. Si ese manchón que yo fui tiene
suerte, se prolongará todo lo que la prisa de los empleados de limpieza
disponga. No me sorprende mi muerte porque si algo puedo recordar, con el
esfuerzo que eso significa, es una precaria casa de chapas en un barrio lejano.
Por lo menos, muy lejano de este viaducto que ahora me acoge. No es lo mejor,
pues si se entiende una casa como protección del viento, del frío, de la lluvia
o del fuego, solo un pobre puñado de esas cosas me tocó en suerte. Bajo el
viaducto no llueve, pero hay mucho viento. El frío está contenido por algunas
frazadas, y cuando pasa el camioncito de la Asamblea, hay un plato de comida y
me preguntan si preciso algún abrigo. ¿Ir a un Albergue? Estuve, pero me
recordaba a una cárcel.
Alguien como yo recuerda
cárceles, encierros. Cierta vez tuve una ráfaga de inspiración, y sin saber si
hacía bien o mal, me fui. Qué bueno sería si la ciudad fuera una vivienda.
Puentes, plazas, zaguanes. Pero hay que acostumbrarse al paso de los
automóviles, uno tras otro, que producen un pequeño temblor acompasado en el
puente de hormigón. Me sirven de reloj, es mi minutero, mi vida pasa al compás
del tiempo que marcan los neumáticos sobre la raya alquitranada. El tiempo es diferente
siempre. Recuerdo una escuela y alguna vez que canté una canción, y siempre que
pienso en ello me siento feliz. Febo asoma decía. Solo eso me ha quedado, y
también saber que Febo es otra manera de llamar al Sol. Acá, bajo el viaducto,
no veo ningún sol, solo me consuela Febo, que es mi amigo y si tuviera un
perrito, como tienen en general los que ahora están recostados como yo sobre la
vereda, entre unos tarritos, uno platos y una olla renegrida, le pondría como
nombre Febo, Febo vení para acá, anda para allá, no duermas encima de mí. Pero
aquí el sol no asoma y yo no puedo explicar porque llegué hasta aquí.
Todas las imágenes de mi pasado
están borrosas, la villa, los pequeños negocios, los golpes que recibía en
cualquier lugar en que intentaba ponerme. Abandoné y me abandonaron, recibí la
ofrenda de cachetazos que no podían ser desviados. Era habitual ver tanto la
solidaridad como el grito destemplado, la ayuda mutua como la orden de riesgo.
“Y si no, andate a dormir al Viaducto, hay muchos en la Ciudad”. Hice más que
ir a dormir, conocí el fuego sobre mí.
Se proyectó mi cuerpo ya desvaído sobre esa pared, quedó una mancha que
parece de alquitrán, pero fue mi contorno, mi perrito ilusorio y el propio Febo
lo que quedó en ese frío cemento, rociado por lo que yo fui. A veces los
cuerpos tienen un contorno que cuando desaparecen, siempre se respeta, aunque
sea en forma tosca, dibujado sobre un cartón, lo que le da mayor dramatismo.
Brazos abiertos, piernas distanciadas, una cruz los brazos y un ángulo las
piernas. Pero el mío fue puro carbón; eso sí que no sabía. Que una vida se
carbonice, es sorprendente.
Por HORACIO GONZÁLEZ | 12 de julio de 2020
Fuente; Portal Nuestras Voces
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