11 de marzo de 2021
Su obra ya es un clásico del siglo XX
Cien años de Astor Piazzolla, el creador
que cambió para siempre al tango
Hoy, 11 de marzo, Astor Piazzolla cumpliría 100 años. Por esa inescrutable forma de persuasión que tienen los números redondos, la recurrencia es motivo válido para volver a prestar atención a su obra, en plena vigencia, y a recorrer una vez más su historia, a esta altura abundantemente explicada y retratada. En ese trajín, en el momento medular de este “Año Piazzolla” se multiplican los recuerdos y homenajes en el mundo. También en Buenos Aires, epicentro sentimental de su música. El Teatro Colón, por ejemplo, reabrió sus puertas tras la pausa provocada por pandemia y por estos días ofrece una serie de conciertos, en colaboración con la Fundación Astor Piazzolla, Sadaic y Aadi y la curaduría artística de Daniel “Pipi” Piazzolla y Nicolás Guerschberg. En el Centro Cultural Kirchner, hoy a las 19 se inaugura la muestra Piazzolla 100 y a las 21, en el Auditorio Nacional, habrá un concierto con numerosas figuras del tango y alrededores, con el que comenzará una serie de recitales que se prolongará durante todo el año.
Tango que mal hiciste Holgadamente sensual para ser popular y suficientemente compleja para desbordar los macizos terraplenes del entretenimiento, la obra de Piazzolla goza de todos los derechos entre los clásicos del siglo XX. Mezcla intrigante de audacia y candor, gozo y melancolía, oralidad y escritura, la música del bandoneonista todavía es capaz de parecerse al mundo que la circunda. Con esa chapa transita el siglo XXI y así circula desde hace décadas por salas de concierto, festivales de jazz, clubes nocturnos y escenarios de las más variadas layas, sin dejar de ser, por sobre todas las cosas, emblema sonoro de esa ciudad, Buenos Aires, la que antes supo engendrar al tango.
Hacia fines de la década del ‘40, la parábola del tango comenzaba a descender. El género fundamentalmente bailable había dado lo mejor de sí y al mercado local del entretenimiento empezaban a penetrar propuestas de otras formas de danza y de músicas internacionales. Pero el bajón tiene que ver también por cierto estancamiento de las que en su momento habían sido sus fórmulas más exitosas del tango. En los ’50 ya existía la vacuna BCG, pero las milonguitas seguían tosiendo en las letras de tangos muy parecidos unos a otros, amparados en un conservadurismo estético que en su anacronismo, al final de cuentas expresaba una moral pacata.
Piazzolla, que había pasado por la de Aníbal Troilo, gozaba de consideración como arreglador en las orquestas de primera línea –un poco raro, pero interesante–. Incluso había tenido su propia orquesta en 1946, con la que si bien no tuvo éxito comercial hizo cosas como “Villeguita”, dedicado a su amigo Enrique “Mono” Villegas.
Curioso, vehemente, estudioso y provocador –en ese orden–, Piazzolla arremetió sobre el núcleo expresivo del tango, delimitando con lucidez las zonas útiles y el descarte, las luces y las sombras de un género con el que construirá una relación de amor-odio. Sobre la estrategia de entrar y salir continuamente del universo tanguero y sus circunstancias, Piazzolla logró hacer del tango un fondo sobre el que su música, expuesta siempre a partir de la palabra “Nuevo”, contrastaba. Aunque abierta y enriquecida con novedades del jazz, rasgos sonoros de Bartok y Stravinsky y antigüedades de Bach, no dejaba de medirse con el tango y su tradición. Ese submundo al que Piazzolla le marcaba los límites de su conservadurismo.
Haciendo un tango fuera del tango, Piazzolla logró elaborar una voz propia, original e inconfundible. Un estilo que terminaba de definirse más allá de la escritura, en la ejecución, en la forma de tocar. La suya y la de los músicos que elegía cuidadosamente. Además de escribir para el virtuosismo del solista, el compositor habilitaba una importante dosis de repentismo en la ejecución, en los fraseos, las respiraciones, en el juego con el tiempo y otros yeites que venían de la tradición ejecutiva del tango, y que Piazzolla sulfuraba como una forma de mantener la frescura, la tensión de lo imprevisto. Más allá de lo atractivo de sus influencias, lo elaborado de sus esquemas compositivos, había, sobre todo, una manera de interpretarlos. Ahí se completaba su música y ahí recuperaba el tango.
Aquí y allá
Astor Pantaleón Piazzolla nació el 11 de marzo de 1921 en Mar del Plata; fue el único hijo de Vicente Piazzolla y Asunta Manetti. De ahí en más, un relato sobre su vida podría comenzar en cualquier punto, porque más allá del orden cronológico, los hitos de su existencia convergen de manera vertiginosa y coherente en un mismo punto: una idea superadora de música.
Su infancia en Nueva York, las lecciones de bandoneón en las que estudiaba Schumann y Bach, el encuentro con Carlos Gardel –que le dijo que tocaba el fueye “como un gallego”–, el regreso a Mar del Plata en la adolescencia, la revelación del sexteto de Elvino Vardaro través de la radio, la partida a Buenos Aires a los 18 años, la orquesta de Troilo, el “concierto” para piano que le mostró a Arthur Rubinstein, la recomendación para estudiar con Alberto Ginastera, la Sinfonía con dos bandoneones que le valió la beca para estudiar en París con Nadia Boulanger. Estos son algunos de los hitos preparatorios de quien a esta altura parecía un infiel del tango.
En París, como corresponde, se produjo uno de sus innumerables comienzos. Piazzolla llegó a la capital francesa en los ‘50 para estudiar con Boulanger, una de las pedagogas más importantes de su tiempo: alumna de Gabriel Fauré, amiga de Ravel y Stravisnky, y por entonces elegida por los jóvenes compositores norteamericanos (Aaron Copland, Leonard Bernstein, Philip Glass y más tarde Quincy Jones), entre muchísimos otros. De París, además de la recomendación de su maestra de dedicarse a esa música en la que él “estaba” –se lo dijo después que le hizo escuchar una versión de “Triunfal”– Piazzolla volvió a Buenos Aires con la grabación de música propia, con músicos de la Orquesta de la Ópera de París, y Martial Solal y Lalo Schifrin alternándose en el piano. También con la fascinación por el Tentet de Gerry Mulligan, donde entre otros tocaba el trompetista Chet Baker.
Sobre esos estímulos, en 1957 formó el Octeto Buenos Aires, con algunos de los más importantes músicos del ambiente del tango y más allá: Enrique Mario Francini y Hugo Baralis en violines, Atilio Stampone en piano, Leopoldo Federico como segundo bandoneón, Horacio Malvicino en guitarra eléctrica, José Bragato en violoncello y Juan Vasallo en contrabajo. “Era necesario sacar al tango de esa monotonía que lo envolvía, tanto armónica como melódica, rítmica y estética. Fue un impulso irresistible el de jerarquizarlo musicalmente y darles otras formas de lucimiento a los instrumentistas. En dos palabras, lograr que el tango entusiasme y no canse al ejecutante y al oyente, sin que deje de ser tango, y que sea, más que nunca, música”, escribió el mismo Piazzolla en la contratapa de uno de los dos discos del Octeto.
Más allá del tono desafiante de las palabras, la provocación estaba en la música. Arreglos de tangos clásicos y temas nuevos hacían estallar la línea decariana que hasta entonces había delimitado la modernidad del tango. Piazzolla fundó un nuevo territorio y fue condenado por parricida. Pero la vida efímera del Octeto resultó inversamente proporcional a su importancia. Con la idea de conjunto de solistas, que venía del jazz y también de la música barroca, quedó planteada una actitud que será cardinal para el vital ida y vuelta entre composición y ejecución en la música de Piazzolla.
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