LOS BARES ALEGRES DEL
PASEO DE JULIO
No hay escolar estrenando pantalón largo, que al pasar por
el Paseo de Julio no mire, entre curioso y temeroso, las puertas encristaladas
con vidrios japoneses de los bares alegres.
Incluso muchos piensan que pernocta allí un hombre con una
pistola en la mano, obligándole a firmar un pagaré al ingenuo que tiene la mala
suerte de liarse con una barragana, de las que en el antro trabajan de “figurantas”.
La semioscuridad recovera presta medias sombras siniestras a
esas espeluncas tras de cuyos vidrios azules retumba, con furor de charanga,
una banda crosta compuesta de un tambor, gaita y trombón. Los prohombres de la
charanga calzan alpargatas y floreado pañuelo al cuello. Ocupan un palco, mejor
dicho, un tablado, y cuando terminan la marcha que destrozan, dedicándose a
desalivar los tubos de bronce de sus instrumentos infernales, el alboroto que
las pelanduzcas promueven en el bar parece profundo silencio en los oídos
perforados por el estrépito de los músicos del estrado.
Para el novato en aventuras sin peligro, el bar alegre del
Paseo de Julio tiene concomitancias con la Caverna de los Inocentes, y su
imaginación siempre pronta a lo heroico, convierte al inocente peón
checoeslovaco, en un bandolero internacional. Sin embargo, nada más anodino ni
menos alegre ni más aburrido que el bodegón sucio, regado de aserrín y
convertido en una especie de patio de Monipodio de la menestralía en decadencia
y de las vagas, que en última instancia, antes de tomar definitivamente la
calle, hacen un alto en el palco del “figurantismo”. Allí, cada una esgrime su
violín sin cuerdas y un arco descrinado para acompañar a la pianista, que
engalanada con un vestido de organdí, hace aires de reina del mercado en los
intervalos que acribillan de trompetazos los internacionales pistolos de la
charanga.
Para que haya alegría ¡oh, imaginación de un caletre de
corcho! el patrón, rufián enjuto y atentísimo de la caja, ha desparramado con
lujo verdaderamente asiático lamparillas de colores por todas las columnas.
Florípones de papel pintado ornamentan de cursilería doméstica el estrado donde
las niñas del trato lucen todo lo que es visible, desde dos metros de altura.
Para multiplicar la alegría, las ex cocineras y mucamas
desparraman miradas incendiarias a fuerza de la carbonilla de las ojeras.
En cuanto usted mira a lo alto, una mujer, que puede ser sin
ninguna dificultad alguna su madre, informe de gorda, mantecosa y bestial, lo
acribilla con un nardo que han manoseado todos los inmigrantes que merodean por
el barrio, o un clavel que parece flor de zanahoria.
Los mozos, con jorobas de pereza en los lomos, atienden los
llamados de las pelanduzcas gritonas:
¡Juan... Miguel...! Llévale ese clavel al señor... no a ese
no; a ese otro; no ese, no; el otro...
Juan o Miguel o Carlos, crapulines en estado larvático,
llevan la flor de tan mala manera que la flor parece pesarles como un repollo.
Las tías de la liga al aire ladran:
–¿Qué pagás?... ¿Qué pagás?...
¡Pobrecitas!... Viven de la comisión... Y además son demasiado
brutas para ser malas. Por eso escribí “¡pobrecitas!”. Por el aspecto parecen
vacas, y por la inteligencia, gallinas. Tienen labios de caballos alquilones y
las desmanteladas encías de los pencos que pisan barro en los hornos de
ladrillos.
Se me ocurre que son excesivamente optimistas porque persona
que ven, persona a la que se acoplan recitando el consabidísimo estribillo:
–Rubio ¿me pagás un cívico? Si no: –Morocho ¿no pagás nada?
El vocabulario de estas guarras es reducidísimo:
–¡Qué calor que hace! Hoy no hace calor como ayer. ¡Qué
simpático sos!
Después de semejante esfuerzo de imaginación apoyan la
mandíbula en la palma de la mano y examinan largamente la corbata del presunto
y futuro damnificado. Son obstinadas como los chicos mal educados y los
caballos resabiados.
–¿No pagás nada? ¿Por qué no pagás nada? Pagame algo y vas a
ver qué contento te ponés.
En su mayoría son gordas, asimétricas, aburridas y
espantables. No mantienen diez minutos el pensamiento fijo en el mismo objeto.
Sin hacer ningún trabajo tienen un desgaire de
extraordinariamente cansadas. Alternan preguntas extraordinarias, por ejemplo:
Cuántos hermanos tiene uno, en qué año falleció la madre, y si el patrón es
bueno o malo. Y de inmediato, retornan a la letanía:
–Pagame algo; sé bueno, pagame un cívico.
En cuanto usted condesciende, la tía bebe el cívico de un
trago, mira con impaciencia en rededor y, despegándose de la mesa, dice:
–Te voy a dejar, porque ahí va un amigo mío.
Y corre a otra mesa, a repetir la misma historia, con las
idénticas palabras, con el igual aburrimiento y la exacta fatiga de aquel que
da vueltas en una noria que no tiene fin.
Éstas son las mujeres que dan
carnada a la crónica policial; éstas las que a
veces provocan en nuestra admiración inconcebible, la pregunta sin
contestación, porque por ellas, en una riña nocturna, cargadores de carbón,
marineros y caftens de la última ralea, se fusilan a revolverazos o se bandean
a puñaladas.
¡Es decir, que todavía son “mujeres” para alguien!
Aguafuerte de Roberto
Arlt
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