martes, 5 de marzo de 2013

EL ABASTO




Voces recobradas en el Abasto


La historia se transmite mediante la preservación de repositorios, en todos sus niveles. Uno de ellos es la palabra que se transmite de padre a hijos, de maestros a alumnos, de un vecino a otro.
No caben dudas que los planes de estudio hicieron que la escuela se trasformara en un aparato de anular las voces de los alumnos, y la misma voz de los maestros y profesores. La idea de neutralidad, de asepsia, de objetividad, llevó a las escuelas escenas de aulas científicas y quirúrgicas muy alejadas de la posibilidad de habilitar un “contame” junto a un “conversemos” opensemos”.
La trasmisión oral de una narración permite un discurso más pegado a la vida, a las vivencias y a la experiencia. También abriga con naturalidad pensamientos, sentimientos y deseos, lo que supone un desafío a los modos de transmitir la historia, “son las voces recobradas”, que incorporan al bagaje otra clase de componente, a veces amplio, pero en otros exiguos de los repositorios clásicos y científicos.
Cuando de la historia barrial se trata, estos repositorios son aun más limitados y entran en el juego del traslado histórico de las narraciones que pasan de generación en generación y que los repositorios clásicos no registran.
Por simples o pequeños que sean estos relatos, aportan datos importantes que permiten elaborar con mayor exactitud el momento que vivió un determinado sector del barrio, de la ciudad, o de un pueblo chico. Tales relatos hacen que podamos recrear la vivencia de una familia, de un vecindario, de la cuadra de nuestra infancia, olvidada en el tiempo.
En el Abasto vivieron, transitaron, trabajaron y actuaron miles de personas que dejaron una huella casi imposible de rescatar a no ser mediante “el relato transmitido”. Ellos, por simples que parezcan, suman a la historia el tramo, pequeño, mediano o grande que quedó en la omisión historiográfica.
Son decenas y centenares quienes pueden dar su aporte al mañana mediante el relato y la anécdota tal vez intrascendente. Estas son las “voces recobradas” que se necesitan para armar una fracción de mayor tamaño que la historia general.
Tomemos por ejemplo el relato de dos vecinos que nacieron y murieron en el Abasto, y que alcanzaron a dejar posiblemente sólo un pequeño pero útil capítulo de sus vivencias. Ambos colaboraron con PRIMERA PÁGINA durante sus últimos años. Hoy en homenaje a ellos vale reproducir lo que nos contaban sobre la década del 30, en su Abasto natal, Enrique Gabriel Santirso y Ricardo Perrone.


Miguelito del Tambo”, por Enrique G. Santirso

 ORDEÑADA EN EL ACTO


Miguel Azaro, “Miguelito del Tambo”, como lo llamábamos nosotros, por el simple hecho de que habitaba el viejo tambo de la calle Zelaya, entre Jean Jaurés y Anchorena, que había sido de sus padres. Tenía dos hermanos; del mayor se sabía poco, apenas lo veíamos y eso solo por las noches, de día no salía a la calle.
El siguiente, Juancito, era un personaje por demás interesante, una curiosísima simbiosis de niño-hombre; como chico alegre, juguetón, ingenioso. Bromista incansable. Como hombre era un taura (guapo, valentón, bravucón), temible con el cuchillo, susceptible, siempre dispuesto a jugarse la vida por una pavada.
Miguelito en cambio, era muy distinto a sus hermanos: afable, contemporizador. Jamás lo vi trenzarse en una de esas riñas callejeras en las que todos, quien más, quien menos, entrábamos.
Dotado de una fina sensibilidad, amaba la vida y la amistad. Podría decirse que soñaba con evadirse del sórdido lugar donde había nacido y alcanzar el Edén prohibido. Dios, la casualidad o el destino, vaya uno a saber quién, lo había hecho nacer en la más absoluta pobreza, pero al mismo tiempo lo había dotado de uno de los dones más envidiables: el amar, sentir hondamente y poder expresar esas emociones a través de un órgano vocal incomparable.
Podía hacer gozar, sufrir, reír o llorar a su apasionado auditorio, porque él mismo gozaba, sufría, reía o lloraba, cuando nos extasiaba con su canto inolvidable.
La muerte de su ídolo, Carlos Gardel en 1935 lo derrumbó. De ahí en adelante fue una nave al garete, sin timón ni chance de llegar a puerto.
Una mujer que lo amaba le brindó techo, ternura y comprensión. Pero ya no era el mismo. El tabaco y el alcohol habían destruido esa maravilla vocal.
Cuando murió, Miguel Azaro, “Miguelito el cantor”, había desaparecido mucho antes.


La Garúa que nació en el Abasto, por Ricardo Perrone



La pluma de Enrique Cadícamo y la música de Aníbal Troilo se congregaron para dar vida a ese hermoso tango que, como el propio Pichuco, nació en el Abasto.
Entre las tantas amistades de aquel “gordo” que hizo hablar al bandoneón, se destacaban en el rioba las de Tito Matarazzo, el Negro Acosta, el Gallito César y un enfermero del Hospital Fernández, conocido con el apodo de “Campana” o “Campanita”.
En la década del 30, Campanita se había ganado en la barra meritorios lauros por su filantrópica dedicación de asistir a la gente humilde de la barriada que era numerosa, con muestras gratis de medicamentos, al punto que se hizo acreedor al alias de “Médico de los Pobres”.
Campanita, vaya a saber de buena tinta por qué razón, se entregó al alcohol, y cayó en una situación de no retorno. Sufrió en carne propia el hielo de una fría garúa en pleno invierno, y rodó “como un descarte, siempre solo, siempre aparte” en una de aquellas salas del Hospital Fernández, en el mismo hospital en el que trabajó ayudando a salvar tantas vidas como auxiliar de enfermería.
Olvidado hasta por su propia esposa, la hermosa mujer que le dio dos hijas, por entonces adolescentes. Solitario y abandonado, “perdido como un duende”, “pensando siempre en lo mismo”, tal vez en su mujer que lo abandonó… “porque aquella con su olvido / hoy le ha abierto una gotera”…, en sus hijas, en su vida de enfermero de otras épocas…
Llega así al final de sus días sin que nadie lo vea… “cruzar por la esquina / sobre la calle, la hilera de focos / lustra el asfalto la luz mortecina”… Una de las tantas esquinas que tantas veces cruzó para ayudar a los necesitados del barrio, sin encontrar quien pudiera ayudarlo en su caída.
El barrio se conmovió con la noticia de su muerte allá por el año 1942.
Así, por iniciativa de Pichuco, Enrique Cadícamo le pone letra al drama del amigo que no olvidó. Él compondrá la música y el tano Fiorentino conmocionará con su voz la noche del estreno el 4 de agosto de 1943, en el Tibidabo.
Había nacido el tango Garúa:

“…Solo y triste por la acera
va este corazón transido
con tristeza de tapera.
Sintiendo tu hielo,
porque aquella, con su olvido,
hoy le ha abierto una gotera…”

Estos relatos de nuestros vecinos del Abasto resumen un conjunto de situaciones que, no cabe duda, aportan valiosos datos que contribuyen a develar la rica historia de un cacho del barrio de Balvanera, que compone el entorno del Abasto.

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