Si por delicadeza perdí mi vida
Quiero ganar la tuya por decidida.
Porque el silencio es cruel peligroso el viaje
Yo te doy mi canción tú me das coraje.
(“Canción de caminantes”, María Elena Walsh)
Ayer, 10 de enero de 2011, María Elena hizo el último equipaje ayudada por Manuelita y el Brujito de Gulubú… y partió, con rumbo conocido. La larga estadía, colmada de penurias recatadamente íntimas de los últimos años, llegó a su fin. Antes de la dolorosa pendiente, María Elena había transitado el camino que ella misma construyó sólo porque decidió no andar por senderos conocidos. “En la primavera del 45 / tenías quince años lo mismo que yo”./ “Te acordás de la Plaza de Mayo, / cuando «el que te dije» salía al balcón. / Tanto cambió todo que el sol de la infancia / de golpe y porrazo se nos alunó”. “Te acordás que más tarde la vida / vino en tacos altos y nos separó. / Ya no compartimos el mismo tranvía, / sólo nos reúne la buena de Dios.”
“El 45” reúne, quizá como ninguna otra de su producción, algo autobiográfico: el azorado arribo al mundo adulto con el background de la guerra y el peronismo fundacional al que nunca adhirió. Despojada, desde su grandeza, de ceguera “anti” produjo su visceral “Eva”: “No sé quién fuiste, pero te jugaste. / Torciste el Riachuelo a Plaza de Mayo,/ metiste a las mujeres en la historia / de prepo, arrebatando los micrófonos, (….) Cuando hagamos escándalo y justicia / el tiempo habrá pasado en limpio / tu prepotencia y tu martirio, hermana. / Tener agallas, como vos tuviste, / fanática, leal, desenfrenada.”
Lo más conocido de su enorme obra poética desembarcaría en la producción infantil –nunca exenta de subtexto–: “Me dijeron que en el Reino del Revés / nadie baila con los pies, / que un ladrón es vigilante y otro es juez….”. La Buenos Aires de su ingreso a la madurez y la mirada social: “Es un sol de Quinquela Martín / y es soñar con el mar desde el río. / Es la noche de Villa Piolín / que nos llena de culpa y de frío”. Y los derechos de la mujer, señalándolos en las clases más humildes en su “Requiem de madre”: “No lloréis a esta pobre mujer / porque se encamina / a un hogar donde no hay que barrer, / donde no hay cocina”. O en “Orquesta de señoritas”: “Quien no fue mujer / ni trabajador / piensa que el de ayer / fue un tiempo mejor./ Y al compás de la nostalgia / hoy bailamos por error”.
Los oscuros tiempos de la dictadura militar: “En el país de Nomeacuerdo / doy tres pasitos y me pierdo./ Un pasito para aquí,/ no recuerdo si lo di./ Un pasito para allá,/ ¡Hay que miedo que me da!/ Un pasito para atrás,/ y no doy ninguno más./ Porque ya, ya me olvidé / donde puse el otro pie”. Y el regreso de la democracia donde la cigarra despierta de su hibernación: “Tantas veces me borraron, / tantas desaparecí, / a mi propio entierro fui / sola y llorando./ Hice un nudo en el pañuelo / pero me olvidé después / que no era la única vez, / y volví cantando”.
“Serenata para la tierra de uno” lleva la maravillosa ambigüedad de atribuirla al entrañable entorno del ámbito o de la intimidad: “Porque me duele si me quedo / pero me muero si me voy, / por todo y a pesar de todo, mi amor, / yo quiero vivir en vos”.
Más de una generación acunada con sus canciones plagadas de gracia y contenido poético: Manuelita regresó tan vieja como cuando había partido desde su Pehuajó natal, ese pueblo elegido, –según ella misma contaba– sólo para que rimara con que “un día se marchó”. Astucias de oficio que a Pehuajó no le impidieron levantar un monumento a la célebre tortuga.
Y un día se marchó ella, la hacedora, dejando el envidiable bagaje de la trascendencia:
Porque la vida es poca la muerte mucha / Porque no hay guerra pero sigue la lucha / Siempre nos separaron los que dominan / Pero sabemos que hoy eso se termina./ Dame la mano y vamos ya…
Del anecdotario personal
Conocí a María Elena joven, allá a comienzos de los 60, cuando en la planilla de asignaciones de tareas de Canal 11 figuraba “Leda y María”, estudio B, cámaras: Bellocchio-Irigoyen. Recuerdo vívamente haber entornado los ojos para situarme en el altiplano y oír a dos collas con sus instrumentos ancestrales en lugar de las dos rubias porteñas que tenía frente a mi cámara. Años más tarde, en el 84 con la vuelta a la democracia, “La cigarra” daba volumen a las voces calladas del Proceso, mientras desde el control yo dirigía a María Herminia Avellaneda, Susana Rinaldi y la propia María Elena.
Allá por el 87 u 88 -la memoria no me ayuda- mi amigo y colega Gabriel Romano realizó un enorme y talentoso trabajo de producción y dirección con algunas de las más conocidas canciones de María Elena cantadas por el cuarteto Zupay. Ver hoy aquella tarea llevada a cabo con medios infinitamente más precarios que los actuales me llena de nostalgia plena de reconocimiento y cariño al querido amigo tan tempranamente desaparecido: Gabriel Romano.
De ellas, y casi como primicia, ya que tuvieron mucha menos difusión de la ampliamente merecida, va la célebre “Manuelita, la tortuga”
Mario Bellocchio