¡nunca mas...!
Palabra viva en la memoria
Por Deny Extremera
A Alicia le hicieron pisar la sangre de su esposo derrumbado en el piso por los golpes y la picana en las sienes, las encías, el pecho, los testículos. La golpeaban salvajemente y le prometían convertirla en jabón, por ser judía. A Graciela, embarazada, le aplicaron picana en el vientre y la obligaron a estar maniatada y tirada en el piso; desapareció y su hijo fue entregado a uno de los torturadores. A Zulmay Braco, a María y Benjamín les rompieron las entrañas a puñetazos y patadas, los anestesiaron y balearon: al día siguiente la prensa los reportó muertos en un choque armado. Pese a estar embarazada, Elena sufrió picana, porra, latigazos y quemaduras de cigarrillos, también fue violada. Pablo, menor de catorce años, fue torturado frente a su madre, y también Marcela, de doce, aunque no ante su madre porque ella había muerto en el operativo de secuestro. Con los ojos vendados, hambreados y entumecidos, el dolor estallando en los huesos y el alma, lacerados por dentro y por fuera, esperando a cada instante el final, anónimos y convertidos en números, sucios e infectados, metódicamente humillados y ultrajados...
En la Argentina, entre 1974 y 1983, fueron miles de Alicias, Gracielas, Zulmas, Bracos, Marías, Benjamines, Elenas, Pablos, Marcelas... Para erradicar el caos que ellos no crearon, para evitar la "contaminación comunista" y el mínimo indicio de pensamiento irreverente, para "disciplinar" al país hacia adentro y regalarlo hacia fuera, para que siguieran las cosas como siempre habían sido y debían ser, según los militares, urgía exterminarlos. Eran los microbios, según la visión "socio-biologista" del contralmirante Guzzetti, canciller de Videla. "Cuando el cuerpo social del país ha sido contaminado por una enfermedad que le devora las entrañas, forma anticuerpos y esos anticuerpos no pueden considerarse del mismo modo que los microbios", decía en 1976. ¿Cuáles anticuerpos? Los casi cuatrocientos Centros Clandestinos de Detención, la Triple A (paradójicamente fraguada por un ministro de Bienestar Social), la tortura, los traslados sin retorno, los vuelos de la muerte y las fosas comunes, el fusilamiento, el asesinato, la incineración, las desapariciones, la censura, el proyecto educativo autoritario, el limbo legal, el no saber, el silencio, el miedo...
Hubo muchos que no quisieron callar, en la militancia activa contra la Junta Militar o resistiendo desde el pensamiento y las letras. Unos siguieron el espíritu recto del Evangelio y el compromiso del sacerdocio, o quisieron realizar su vocación social ayudando a los desprotegidos. Hubo pacifistas, patriotas, ciudadanos honrados. Hubo otros que, simplemente, liberaron los impulsos de su juventud y se salieron del guión de país escrito por los militares. Otros quisieron seguir soñando. Simplemente. Sobre todos cayó el terrorismo del Estado absoluto, fuera de todo principio del derecho y con total impunidad. Y sobre sus amigos, sus familiares, esposos, esposas e hijos. Cualquiera podía ser subversivo, extremista, terrorista. La historia ha demostrado que la inmensa mayoría de los asesinados y/o desaparecidos no eran guerrilleros o militantes activos. A treinta años del inicio de la dictadura –aunque la infamia comenzó antes de marzo de 1976– han sido publicados los libros, Palabra viva y Escritos en la memoria..., que reúnen textos y biografías de más de cien escritores víctimas del terrorismo de Estado. Junto a reconocidos narradores y poetas como Rodolfo Walsh y Paco Urondo, Haroldo Conti y Miguel Ángel Bustos, aparecen otros menos conocidos y hasta desconocidos, de los que han quedado poemas, cartas, cuentos, novelas, ensayos políticos e históricos y críticas literarias. De otros, los compiladores no lograron hasta el presente contar con más que sus biografías: es una búsqueda que prosigue y tendrá futuras ediciones.
Para leer estas páginas es imprescindible conocer la tragedia que vivió la Argentina. Acercarse más a ella, a los relatos de los sobrevivientes y las historias sobre los muertos que estos han contado. Empezar, quizás, por el Informe de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas y seguir, testimonio a testimonio, historias personales que pueden ser similares a las de quienes escribieron estas líneas. Cuando colapsó la Junta y llegó el momento de rendir cuentas, los perpetradores imploraron y esgrimieron como escudo la doctrina de la Seguridad Nacional, los manuales, la disciplina y el acatamiento de las órdenes superiores, los costos inevitables de una guerra contra el peligro de la subversión. Se habló de excesos individuales, de casos particulares de sadismo ajenos al común del Ejército. Pero la verdad descubrió que el sadismo fue orgánico y estatal, sistemático, extendido a toda la geografía argentina y con similares métodos de tormento, aniquilación y desaparición, según una metodología urdida desde los altos mandos.
¿Qué movía a los torturadores y asesinos? La contingencia de la guerra, el odio o la venganza no bastarían para explicarlo. ¿Cómo explicar la fruición constante al secuestrar, golpear, insultar, mutilar, violar, desgarrar y matar a un ser humano tras otro? ¿Cómo explicar ese placer de torturar y experimentar torturando en miles de miembros de los cuerpos represivos que realizaron su macabro trabajo durante años, minuciosamente, en centros como mataderos de los que salían miles de despojos humanos hacia el fondo de los ríos o el mar y los cementerios clandestinos? Ante tanta oscuridad salta la luz de estas páginas. Aquí están los argumentos de los muertos, pero no vencidos. Creyeron en el compromiso, en la posibilidad de un mundo mejor y en la virtud creadora del arte al unir ética y estética. Pusieron su subjetividad y su energía en la lucha por un proyecto participativo de país. Desde la poesía militante hasta la más intimista, desde el retrato de la realidad nacional o el cariño a los padres en una carta hasta el análisis histórico, sociológico o político, conmueven en la pluralidad de estas voces el sentido de entrega a una idea, la urgencia por la incertidumbre ante el peligro y hasta la premonición de la muerte inminente o posible, la hidalguía del amor a pesar de todo y la esperanza en la utilidad del sacrificio y en un mundo mejor. Nunca sabremos cuántos libros murieron con ellos, cuántos versos. Cuánto de fuerza y talento perdió con ellos la Argentina. Narradores, poetas, periodistas, sociólogos, abogados, artistas plásticos, herreros, estudiantes, sacerdotes, docentes, artesanos, teatristas, músicos, empleados bancarios, empresarios, pilotos, traductores... Todos unidos en la entrega, en una pasión: la literatura, y en una frase al final de sus biografías truncas que, salvo excepciones por el impune asesinato público, indica que continúan desaparecidos.
Palabra viva... y Escritos en la memoria... son hoy una parte vital de la literatura de y sobre desaparecidos, ese vocablo que en la Argentina rebasa la mera acepción para invocar, cada vez, el drama nacional, el trauma en cada calle, en muchas familias, en la conciencia colectiva. Estos –y duelen más después de la lectura– son los muertos de la dictadura. Muertos, desaparecidos, pero no borrados ni silenciados. Fueron, pero son, como afirmó Juan Gelman al recibir en 1997 el Premio Nacional de Poesía. De la memoria que conforman emerge la verdad que busca y necesita el país. La justicia que echa a andar. El camino que comienza a encontrar tras pasar por el terror de los militares, la debacle de Malvinas, la democracia estafada por la impunidad y la corrupción, la entrega del patrimonio nacional con la burbuja de la paridad y su epílogo: la bancarrota y el corralito. El despertar. Como anuncia con fe uno de los poemas salvados en estos libros, "Boceto", escrito a raíz de la muerte del Che Guevara: "Nuestro final será / de alguna forma / el encuentro de todos / con su oficio de aurora".