CUENTO: EVA LUNA
Consuelo no
manifestó ninguna emoción. Siguió trabajando como siempre, ignorando las
náuseas, la pesadez de las piernas y los puntos de colores que le nublaban la
vista, sin mencionar el extraordinario medicamento con que salvó al moribundo.
No lo dijo, ni siquiera cuando empezó a crecerle la barriga, ni cuando la llamo
el Profesor Jones para administrarle un purgante convencido de que esa
hinchazón se debía a un problema digestivo, ni tampoco lo dijo cuándo a su
debido tiempo dio a luz. Aguantó los dolores durante trece horas sin dejar de
trabajar y cuando ya no pudo más, se encerró en su pieza dispuesta a vivir ese
momento a plenitud, como el más importante de su vida. Cepilló su cabello, lo
trenzó apretadamente y lo ató con una cinta nueva, se quitó la ropa y se lavó
de pies a cabeza, luego puso una sábana limpia en el suelo y sobre ella se
colocó en cuclillas, tal como había visto en un libro sobre costumbres
esquimales. Cubierta de sudor, con un trapo en la boca para ahogar sus
quejidos, pujó para traer al mundo a esa criatura porfiada que se aferraba a
ella. Ya no era joven y no fue tarea fácil, pero la costumbre de fregar pisos a
medianoche, le había dado firmes músculos con los cuales pudo finalmente parir.
Primero vio surgir dos pies minúsculos que se movían apenas, como si intentaran
dar el primer paso de un arduo camino. Respiro profundamente y con un último
gemido sintió que algo se rompía en el centro de su cuerpo y una masa ajena se
deslizaba entre sus muslos. Un tremendo alivio la conmovió hasta el alma. Allí
estaba yo envuelta en una cuerda azul, que ella separó con cuidado de mi
cuello, para ayudarme a vivir. En ese instante se abrió la puerta y entró la
cocinera, quien al notar su ausencia adivinó lo que ocurría y acudió a
socorrerla. La encontró desnuda conmigo recostada sobre su vientre, todavía
unida a ella por un lazo palpitante.
–Mala cosa, es
hembra –dijo la improvisada
comadrona cuando hubo anudado y cortado el cordón umbilical y me tuvo en sus
manos.
–Nació de pie, es
signo de buena suerte –sonrió
mi madre apenas pudo hablar.
–Parece fuerte y
es gritona. Si usted quiere puedo ser la
madrina.
–No he pensado en
bautizarla –replicó Consuelo,
pero al ver que la otra se persignaba escandalizada no quiso ofenderla–. Está bien, un poco de agua bendita no le
puede hacer mal y quién sabe si hasta sea de algún provecho. Se llamará Eva,
para que tenga ganas de vivir.
–¿Qué apellido?
–Ninguno, el
apellido no es importante.
–Los humanos
necesitan apellido. Solo los perros pueden andar por allí con el puro nombre.
–Su padre
pertenecía a la tribu de los hijos de la luna, que sea Eva Luna, entonces.
Isabel
Allende
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