La carta
Buenos
Aires era la última ciudad que ella visitaba antes de volver a casa. En el
barrio Versalles, en un bar, frente la Biblioteca Belisario Roldán, yo, apoyado
en la barra, tomaba una cerveza. Ella, en una mesilla al fondo, estaba esperando
a alguien. Nos vimos mientras yo pasaba la mirada por los recovecos del lugar.
En los parlantes sonaba Djavan, melancólico.
Ella
tenía la mirada puesta en cualquier lugar. Sin saber de qué manera, nos
cruzamos la vista, sonreí, ella correspondió, y tuve la sensación que me
invitaba a su mesa. Sin dudarlo, fui hacia ella. Y confirmé que esperaba algo.
–Sí –confesó–, espero.
–¿Puedo sentarme?
–pregunté.
–Claro –dijo.
Halé
la silla y me senté. Aún tenía una parte de la cerveza en mi vaso. Ella, con sus
manos vacías sobre la mesa, daba vistazos hacia la puerta del bar. A veces
levantaba la mirada por la ventana, y contemplaba los arbustos del jardín. O
alargaba su atisbo hacia el Ateneo Popular de Versalles, que sobresalía
colorido al fondo.
Le
pregunté su nombre.
–Paula –dijo con frialdad, una mirada cabizbaja y acento
portugués.
Tomé
el último sorbo de cerveza.
–¿Quieres tomar
algo? –pregunté.
Me
vio levemente. Cerveja –dijo.
Fui
a la barra. Pedí dos cervezas y las llevé hasta la mesa donde la mujer seguía
incierta.
Media
hora, una hora. No llegó nadie a buscarla. Ella quería llorar, pero se
resistía. Hacía pequeñas pausas a la conversación y tarareaba a Djavan.
Después
de dos horas ella era ya familiar para mí, y yo para ella. Hablamos de eso que
ella esperaba. Su sentido aventurero le había construido un amor ideal, cuya
espera se alargaba.
–Eu vou –dijo luego de tres horas.
–¿A tu casa? –pregunté.
–Eu não vivo aqui
–dijo– Será que eu
acompanhá-lo para um passeio? –preguntó.
–Por supuesto –dije– encantado.
Fui
a la barra, pagué la cuenta. Salimos. Enfrente se desplegó un asfalto sereno.
La biblioteca al sur, el ateneo al norte, y una calle típicamente silenciosa.
Hacía frío. Ella llevaba un abrigo negro, yo un gabán
gris.
Un
leve rumor de autos se expandía con el viento que llevaba también los olores de
la calle.
Caminamos,
platicamos, sonreímos. El frío nos perseguía como una bendición a la que no
podíamos renunciar. Paula y yo gozábamos aquel clima, aunque nunca nos lo dijimos.
La
noche vencía en aquella dulce batalla. El día agonizaba, derrotado, y los faros
se encendieron, como paramédicos al rescate, pero nada pudieron hacer al
respecto.
Había,
entre algunas nubes grises que paseaban a escasa altura, un leve resplandor
lunar. Era el final de agosto.
Algunas
personas paseaban de la mano, otras con sus hijos en brazos.
Entrada
la noche, Paula, cortante y secamente, dijo:
–Bem, isso é o
suficiente, é melhor eu ir para o meu quarto.
Asentí
y la acompañé. De pie, frente a su casa, le dije adiós, vi cómo se introdujo en
su domicilio, cerró la puerta sin ver hacia atrás.
Volví
al hotel. Esa noche pensé en ella. Deseaba llamarla, ella estaría para
responder. Pero una Tropicana como Paula, aventurera por natura, pasajera en
Buenos Aires, no portaba teléfono.
Esa
noche releí a Hemingway, a Benedetti y creo que también a Sabines. No sé si
escuché a Silvio o Buena Fe, sólo recuerdo a Djavan. Tomé el vino que me
quedaba. Y dormí dos horas con Paula en mi memoria.
El
día siguiente nació en una incubadora, encapotado. Triste. Lo vi por la ventana
a las 6 am. Algunos árboles dejaban caer sus hojas. Alisté mis cosas, yo salía
de Buenos Aires esa tarde. Quedaban pocas horas para volver a ver a Paula.
Fui
a por mí desayuno. Luego salí hacia la esquina donde la noche anterior había esperado
hasta que la mujer se perdiera en su puerta.
Pasé
frente a su casa. No vi la mujer. ¿Dónde estaba? Ninguna pista, ni una huella,
sólo una casa deslucida ante mis ojos.
Para
mi vuelo faltaban 8 horas. Volví al hotel. Intenté pensar en mi partida. Todo
estaba listo. Pero volar a Honduras sin volver a ver a Paula no era
satisfactorio. Ella estaba en mi memoria, aferrada, voluntaria y obligatoria.
De
pronto, el teléfono de mi habitación sonó. Levanté y saludé con amabilidad. Era
la recepcionista del hotel.
Dijo
algo así como, “tiene usted una llamada, señora”. No recuerdo si fue eso lo que
dijo, pero me obligó a bajar las gradas.
Allí
estaba, en el mostrador, un sobre.
Remitente:
Paula.
Dentro
estaba la carta. Maldita carta. Bendita letra. “Ontem à noite você poderia ter
ido mais longe”.
(Anoche
pudiste haber llegado más lejos…)
Anacleto Soriano
No hay comentarios:
Publicar un comentario