“Librerías de viejos” y Florentino Ameghino en Balvanera
Balvanera, como muchos barrios de la ciudad está sembrada de “Librerías
de viejos”, todo un placer para aquellos buscadores de antiguos libros, muchos
de ellos ignorados, agotados o desaparecidos. Entrar en una
de ellas, es huir por
igual del orden y del desorden, es entender que éstas existen sólo para lectores
que detestan hacer preguntas, desean buscar, revolver, indagar terrenos
desconocidos, quieren conseguir todo por sí mismos, nunca saben lo que están
buscando hasta que lo encuentran.
El nacimiento del concepto no es claro, probablemente
surgió en España hacia fines del siglo XIX. La frase completa sería “librería
de libros viejos”, pero su uso diario lo sintetizó y, elipsis mediante, pasó a
ser “librería de viejo”.
Lo que
por añadidura remite a lo que solían ser sus vendedores, viejos huraños y
centenarios, poco dados a la palabra, aunque sin embargo otros no
son tan viejos y conforman una fuente cortesía y sabiduría al servicio de quienes
las frecuentan.
Éstas,
perduran en la memoria humana de dos maneras: una a
través del recuerdo de sus concurrentes y la otra, más nostálgica, atravesando
su marca geológica: con el sello de la librería estampado en la página inicial
del libro. No todas las librerías de viejo marcaban los libros, pero sí lo
hicieron muchas. Esas marcas son el testimonio mudo de una de las formas más
particulares del comercio de venta de libros usados.
Algunas
librerías que se extinguieron en fechas no muy lejanas fueron: la
librería El arca de Juan (Defensa 1476); la librería Antigua
(Bartolomé Mitre 1592) de Víctor Contreras, considerado el gran empresario de
revistas viejas y publicaciones periódicas; la Feria del libro
(Av. de Mayo 637) de
Filkenstein, que era
conocida por sus continuas y jugosas ofertas o la librería Antiquitas
(Sarmiento 1685) del viejo Cafure, verdadera cueva de papel viejo.
Tres librerías de viejos tienen
su historia ligada al barrio de Balvanera, la primera El Gliptodonte desaparecida,
que abrió Florentino Ameghino en el año 1882; las otras dos perduran para
gloria de la memoria: Aquilanti, en
la calle Rincón 79 y la homónima (en homenaje
a Ameghino), de la calle
Ayacucho 734.
Florentino Ameghino,
Paleontóloga,
antropólogo, primer naturista y gran científico argentino nacido en Luján,
provincia de Buenos Aires el
18 de septiembre de 1854. Falleció el 6 de
agosto de 1911.
Los
primeros años de Ameghino tuvieron como panorama habitual las barrancosas
riberas del río Luján. Un día paseando a las orillas de ese río, encuentra unos
caracoles y se los muestra a su padre, preguntándole cómo es que estaban allí,
el padre le contestó que los traería la corriente; Florentino no quedó conforme
porque pensó que la corriente los podría traer, pero no incrustarlos en la
barranca y allí empezó a elaborar sus propias teorías.
Los
muchachos de su edad lo apodaron "El loco
de los huesos" por su costumbre de hurgar con pico y pala las cercanías
del río Luján en busca de restos fósiles.
Pero
ni rápido ni siempre su obra fue reconocida, sino casi después de su muerte,
debiendo matizar su obra investigativa con el oficio de librero para ganarse la
vida. En distintos lugares, una de ellas en
Balvanera, la otra en La Plata, a la que llamó Rivadavia,
en la esquina de la calle 11 y avenida 60, donde una placa lo recuerda.
Ameghino
hizo sus primeros estudios en medio de la mayor pobreza y a los 14 años leyó
las obras de Darwin y Lyell; no sólo leía en
castellano e italiano, su lengua materna, sino que había aprendido francés –de
la mano de su monitor de Luján, el Sr. Tapie y su maestro, el director de la
Escuela Municipal Carlos D’Aste–, lenguaje éste que le permitió
ingresar a lo último del pensamiento científico de la época.
Investigó,
colecciono fósiles, viajó a Europa, los vendió, fue director del museo de La Plata y escribió
tratados. Un estudioso de la época, que advertido sobre la necesidad de
resolver el problema de las grandes inundaciones y sequías, pensó un sistema mediante
de canalizaciones que permitiese retener en la región los volúmenes de agua
excedentes, para ser utilizados en períodos de grandes sequias.
En 1881, a su regreso de París
y exonerado de la escuela primaria que dirigía en Mercedes, Ameghino se radica
en Buenos Aires y abre, en 1882, para ganarse la vida, la librería “El Glyptodón”, en un local con
vivienda, en Rivadavia al 2200 –allí
escribiría su tratado Filogenia (1884)–, hace
pintar por un artista improvisado una imagen de un gliptodonte
gigante, en el cartel de su negocio.
El primer local
de aquella librería, era atendido por él en forma personal, en una vieja casona ubicada entre Rincón y Pasco, luego se
trasladó a la calle Rivadavia, entre Ombú (actual Pasteur) y Azcuénaga, más
tarde cuando se trasladó a Córdoba, era atendida por su hermano Juan, quien
vivía en el mismo local con su madre.
En aquel oscuro cuchitril, se mezclaban los útiles escolares con
pintorescos folletines y textos de segunda mano.
El local se encontraba retrepado sobre la línea de la vereda, lo
que denotaba la antigüedad del vetusto edificio, a mayor altura que el resto de
las edificaciones, y debía accederse por una doble sección de peldaños.
En
1884 se creó el Museo de La Plata y su director vitalicio Francisco P. Moreno
pidió al gobierno que designara a Florentino Ameghino como subdirector y
secretario, y éste aportó su colección para enriquecer el departamento
paleontológico del nuevo museo.
Su
ajetreada vida de científico, director de escuela, de museos, recolector de
muestras fósiles, fue matizada con la de librero, una de las primeras librerías
de viejos, en las que también se vendía papeles y útiles escolares y se
exhibían muestras fósiles.
El
nombre y el ejemplo fueron tomados por Alejandro López para bautizar su actual
librería de Ayacucho 734.
LIBRERÍA EL
GLIPTODONTE DE AYACUCHO 734
LIBRERÍA "EL GLIOTODONTE DE AZCUÉNAGA 735
En
sus dos ambientes que tienen un aire recoleto, apto para la búsqueda minuciosa
y para la lectura, se tiene derecho con sólo abonar un peso disponer hasta de un mes por libro.
Alejandro López Medus,
que la regentea, un ropavejero supuestamente más culto, como se definió alguna
vez cuando lo vinieron a entrevistar de Página 12, atiende con una calidez y
una erudición impropia de esta época, en la que visitar una librería se parece cada
vez más a ir a un shopping, el periódico Primera Página, estuvo hace ya algunos años con él
y comprobó esta afirmación.
La
pelea resulta desigual, tal vez injusta: El Glyptodón, la osadía de un
hombre simple, se enfrenta y pelea contra esas tiendas de sucursales numerosas
y dineros abundantes. Y mientras éstas se nutren con ediciones flamantes,
impolutas; Alejandro sale a caminar con los ojos clavados en la vereda, en las
aceras, donde siempre encuentra libros perdidos y sucios abandonados por
lectores sin memoria.
“Con los años hemos aprendido que las viudas y los
porteros son nuestros mejores proveedores. Las viudas porque quieren
desprenderse de la biblioteca de sus esposos fallecidos; y los porteros porque
siempre son los que están al tanto de todo lo que sucede en los edificios, y si
saben de algún libro, vienen y me avisan”, explica Alejandro, quien todavía lamenta no haberse
enterado a tiempo de que la Facultad de Economía de la UBA decidió tirar, hace
algunos años, una parte de su biblioteca, una locura.
Aquí,
en este recinto de tapas raídas y tomos astrosos, los inmortales están más
vivos que en cualquier otro lado. El Glyptodón tal vez sea el único lugar de la
Argentina (o de Latinoamérica, o del mundo) donde se encuentre la primera
edición de El hombre que ríe (1869), del francés Víctor Hugo; o las copias originales del General Bonaparte en Egipto
(1798); o un mapa de 1597 de Calatia, en el sur de Italia, cerca de Nápoles.
Todo o hasta lo más impensado puede hallarse
aquí a veces, las reliquias de papel tienen precios sorprendentes (los facsímiles
de Napoleón Bonaparte, por ejemplo, cuestan 600 euros), aunque no se tarde
demasiado en entender el porqué: los ejemplares que hay en el mundo se cuentan
con los dedos de dos manos. Sin embargo, esos libros pueden permanecer años en
el mismo estante, sólo recorridos por las pulgas o los ácaros que los merodean.
“El arte de vender libros es el arte de
malvenderlos”,
dice entre risas Alejandro, mientras toma un café negro sobre una mesa con
papeles y un velador tenue. “Lo único positivo de los coleccionistas es que
sabemos lo que queremos, Yo, por ejemplo, quiero montar un archivo sin ningún
tipo de criterio estilístico: donde haya material desde Historia o Arte Clásico
hasta de Herpetología (especialidad en reptiles y anfibios)”.
Alejandro,
quien debió aprender por su cuenta lo que la más bruta de las dictaduras
argentinas le prohibió en sus años jóvenes, conocedor de la literatura y de la
historia argentina, enfatiza en rescatar algunos escritos olvidados por la
prensa y por el tiempo. No duda en gritar con vehemencia lo brillante que son Las
moscas de Isabel, de Jorge Masciángioli, y el cuento El tío
Facundo, de Isidoro Blaisten. “Son dos autores imprescindibles;
sobre todo Masciángioli”, reseña Alejandro. No lo dirá, pero tiene la
certeza de que quién los lea será un poco más libre.
La
librería intenta una revolución librera, un cambio en la lógica del visitante,
que aquí no es cliente: es lector. Además de vender y comprar libros, Alejandro
López ofrece su lugar como biblioteca, cafetería y hasta como salón de
exposiciones artísticas.
Además, inventó un sistema sorprendente. Con apenas comprar
un mínimo de 50 pesos, el lector se asocia automáticamente, lo que le permite
cambiar hasta cuatro veces el libro que adquirió, siempre y cuando conserve el
estado. Otra curiosidad: a diferencia de las demás librerías comerciales, para
ingresar a El Glyptodón no hace falta tener dinero. El dueño ofrece su
salón de lectura y todos los libros a la vista de manera gratuita. Si no hay
plata, uno lo puede leer igual. Y si tiene suerte, hasta puede tomarse un café
mientras disfruta de las páginas antiquísimas.
LIBRERÍA AQUILANTI DE RINCÓN 79
Una
librería ubicada en el barrio de Once de la capital argentina, custodia el
pasado y atrae por igual a coleccionistas de ejemplares antiguos y a quienes
encuentran placer en la lectura sin más. Se trata de la antigua librería Fernández
Blanco, ahora llamada Aquilanti
& Fernández Blanco, al haber unido dos locales, que son la casa de más
de 200 mil libros.
Su
responsable, Lucio Aquilanti, cuenta que "la librería se fundó en 1939 por
el viejo Fernández Blanco, un gallego llegado a la Argentina, muy pronto la
tomó su hijo Gerardo Fernández, y con el tiempo la adquiero yo, junto con mi
padre, en el año 1996”.
"Hace
poco tiempo la librería Fernández Blanco tuvo que mudarse por cuestiones de
locación. Unimos las dos, lo que nos parece triste por dejar el otro local,
pero a la vez una decisión acertada para estos tiempos –expresó el librero– es más fácil trabajar y
desenvolvernos".
"La
venta de libros antiguos es tradicional en la Argentina, el país con más
librerías anticuarias de toda América latina.
Hace muy poco se hizo una estadística a nivel internacional que dice que Buenos
Aires tiene la mayor cantidad de librerías per capita del mundo", en
tiempos como los actuales de prisas sin pausas, "se tiende a pensar que ya
no quedan lectores, pero no es así, todo lo contrario".
"Cada
vez hay más gente que lee, en distintos formatos. Desde mi casa hasta aquí paso
por siete librerías. Buenos Aires es una ciudad llena de librerías, de lectores
y de libreros anticuarios", afirmó, que comenzó a la actividad a los 18
años, a partir de un "oficio que viene heredado".
"Desde
muy chico aprecié el amor de mi papá por los libros. En mi casa todos eran lectores,
mi mamá profesora de Letras. Yo no era el más
lector entre mis hermanos, pero me desarrollé como librero", recordó.
Con
el correr de los años, la librería fue más allá: "Hemos editado muchos
libros, de grandes autores argentinos en un período de 50 años", dijo
Aquilanti.
Al
referirse a quienes visitan el lugar, el librero mencionó a un "público
lector, investigadores, coleccionistas, que son un público distinto y gente que
busca libros por placer, pero se recibe a todos", señaló el mayor
coleccionista en Argentina de la obra del argentino-belga Julio Cortázar, autor
de la mítica obra Rayuela.
Entre
los libros de literatura iberoamericana y argentina, como así también de
historia, política, economía, arte, geografía y viajes, Aquilanti &
Fernández Blanco custodia el acervo escrito del país.
Queremos
destacar que en la ciudad de Buenos Aires hay
centenares de librerías de viejos, aunque hoy muchas están cerrando por
razones de alquileres y la recesión económica que las castiga, hay dos para
mencionar: Tercera Fundación en Sarmiento 3099 y la de Portela, en la calle Azcuénaga 86.
Miguel
Eugenio Germino
Fuentes:
-http://spanish.xinhuanet.com/2016-06/23/c_135459835.htm
-https://arbolesmuertosymuchatinta.wordpress.com/2018/07/26/librerias-de-viejo-cronicas-de-una-disciplina-que-nunca-muere/
-https://www.eldia.com/nota/2011-8-7-secretos-de-un-cientifico-que-dejo-huella-en-la-plata
-https://www.eldia.com/nota/2012-11-5-las-librerias-de-viejo-un-fenomeno-que-
tiene-su-vigencia-en-la-ciudad
-https://www.todo-argentina.net/biografias-argentinas/florentino_ameghino.php?id=66
No hay comentarios:
Publicar un comentario