Mi amigo, el mar
Ahí, justo ahí comienza la historia. En el Mar Negro,
ubicado en Turquía.
Resulta que ayer estaba jugando con las máquinas del
laboratorio de casa. Casi accidentalmente, me subí a algo que parecía una nave
espacial y comencé a levitar sobre el escritorio del laboratorio. Cuando toqué
el techo, pensé “¡Se trabó! ¡Ya no va a subir más!” pero una aventura no se
conforma por un ascenso hasta el techo de una casa. Parece que mi destino sabía
eso: el techo se abrió y la nave salió. Seguí
volando por arriba de los árboles, luego por mucho más arriba de los árboles, a
la altura de las nubes y… paró. Se detuvo sobre una nube baja. Me sentí un poco
aliviada pero no me salía hacer nada. No me salía ni gritar, ni moverme, ni
nada. Y tan asustada estaba que no se me ocurrió manejar la nave de regreso a
casa.
Hasta ahí la nave se había movido en dirección vertical,
pero una aventura no se conforma por un ascenso de dos kilómetros. Así que se
volvió a mover, pero esta vez hacia adelante. Voló muy rápido, cómo un
mosquito, y no habían pasado más de dos horas cuando estaba sobrevolando por
Turquía. Había viajado desde el continente americano, hasta el continente
europeo en sólo una hora sobre una nave. Y bueno, pasó lo que tenía que pasar.
El vehículo aterrizó a la orilla del mar con una pantalla en la parte delantera
diciendo: Falla técnica… Una y otra vez. Caminé un poco por el lugar y dejé la
“súper-nave” en una roca. Me senté en el primer lugar cómodo que encontré,
estaba más que agotada con ese viaje.
EL MAR NEGRO
Y allí estaba, a la orilla del Mar Negro, lista para
comenzar la historia. Estaba recorriendo un poco el lugar, les cuento: no había nadie, solo árboles, piedras y muchas
plantas, no era como si estuviera en un lugar para turistas o algo así, era pura
naturaleza, no había nada muy llamativo excepto… una luz en el agua, en el mar.
Me acerqué para ver qué había, pero cada vez la luz estaba más lejos. Parecía
una “luciérnaga marina” que me quería guiar al fondo del Mar Negro. Me acerqué
al agua, pero las rocas se movían como si temblaran de miedo igual que yo. De
repente me resbalo de la piedra donde yo estaba y me sumerjo en el agua.
Intenté nadar hacia arriba para volver a salir, pero no fue
necesario, porque de pronto estaba respirando, aunque estaba debajo de la
superficie del agua. Salí igual a respirar aire porque mi miedo le ganaba a la
sorpresa de poder respirar bajo el agua. Pero cuando toqué la orilla sentí que
estaba muy fría, como si hubiera llegado hasta la Antártida en un segundo. Pero
no, no estaba en la Antártida, seguía en el Mar Negro. Sólo que la sensación
del agua tibia hizo que sienta frío el suelo terrestre. No aguanté el frío en
mi cuerpo y me volví a hundir en el mar, enrollada en mi misma. Oí un sonido
dulce como el azúcar, parecía de alguien cantando una melodía extraordinaria.
Estaba muy profundo, pero seguía respirando lo más bien. Hasta puede ser que
mejor que en la tierra. Sólo entonces logré reaccionar. Y recordé que mi
principal objetivo era volver a casa. Nadé hacia arriba para salir a la orilla
e intentar irme con la nave de regreso. Pero no fue así. Cuando salí había un
anciano. De cabello bien blanco como la nieve, labios arrugados como frutas secas y la piel pálida. Cuando me vio intentar salir
del agua dijo con mucha amabilidad:
–¿Te ayudo pequeña?
Y extendió su arrugada mano para ayudarme a salir. Yo agarré
su brazo e hice fuerza. Pude pisar la orilla y apenas lo hice me incliné, como
haciendo una reverencia, agradecida. Mientras
caminábamos comenzó a llover, cada vez más fuerte. Seguimos
caminando un tiempo y llegamos a una humilde cabañita pequeña frente al Mar
Negro, sólo que otra parte del mar, una más calma. Entramos y era muy hermosa,
y muy distinta a las de la ciudad. En la entrada había una alfombra de tela con
flecos, a la derecha un pasillo con plantas en el piso, al final del pasillo,
un living, con una mesa y dos sillas. Y a sus lados dos habitaciones: el baño y la habitación del anciano. Dijo que tenía
una pequeña habitación donde guardaba cosas de limpieza, y la iba a vaciar para
que yo pueda dormir.
A la noche, decidí salir de la casa a ver el agua de cerca.
Bajé con una linterna porque estaba oscuro, ya había parado de llover. Me volví
a acercar, y otra vez la luz y la dulce canción. Me acerqué cada vez más y no
aguanté. Salté al mar. Podía respirar, como si tuviera una burbuja invisible
cubriéndome y protegiéndome. Yo sentía que cuando estaba en ese mar no me podía
pasar nada. Y era en ESE mar, porque cuando me metía en una pileta o un lago
cualquiera, nunca había sentido esa misma sensación, ahí me sentía libre. No sé
cuánto tiempo estuve allí, estaba muy cansada y salí del agua para ir a dormir.
Al otro día llovió de nuevo, yo ya estaba a salvo en la casa
de mi amigo viejito. Me preparó un desayuno singular, algo que nunca había
probado. Tenía el aspecto de “frutillas con crema” solo que tenía sabor a
pescado al horno y un condimento que no podría describir. Estaba riquísimo.
Luego de terminar mi peculiar desayuno, le pregunté si sabía cómo volver a mi
hogar. Me explicó que había que cruzar el mar, y me preguntó cómo había llegado
yo. Le conté lo del laboratorio y la nave y dijo que podía tomar el mismo
camino por el agua, nadando. “¿Cómo sabía que yo respiraba bajo el agua?”
pensé. Suspiré y se lo pregunté. Su respuesta parecía un poema:
–El espíritu del agua me lo dijo, lo vio en tu corazón.
¿Vieron? Parecía un enigma a resolver, sólo que no tenía una
sola respuesta.
Me dio una mochila con comida y agua, unas patas de rana
para nadar más rápido y, para ir hasta la orilla, un paraguas. Y ahí estaba yo
parada en una roca pareciéndome a ella, quieta. Con mi hermoso paraguas color
lavanda. Comencé a caminar y me zambullí en el agua, el anciano me miraba
orgulloso. Hasta alejarme unos metros nos quedamos saludándonos con la mano.
Primero sumergí la cabeza y luego todo mi cuerpo. Al principio el agua estaba
fría, pero con el tiempo se empezó a calentar y, a los pocos segundos, estaba
en perfecto estado. Nadé y nadé. Descansé en una piedra que había y comí algo.
También aproveché para dormir, al otro día continué nadando y sentí que ya
estaba llegando. Tuve que parar tres veces más. El agua era muy tranquila y yo
iba muy rápido, así que tardé dos días en llegar. Cuando llegué corrí al
laboratorio, donde estaban mi mamá y mi papá hablando por teléfono,
preguntándole a alguien si me habían visto. Apenas me vieron soltaron los
teléfonos y me fueron a abrazar. ¿Dónde te metiste? ¿Estás bien? ¿A dónde
fuiste? ¿Qué te pasó? Y muchas preguntas más, surgieron por sus nervios. Pero
no hubo tiempo de responderlas, porque la alegría era la prioridad.
Hasta hoy, me sigo comunicando con el anciano por carta (que
nunca le pregunté su nombre) ¿Y cómo? Por el agua. Ponemos la carta en una
botella y se la mandamos al otro. Yo le digo “Correo acuático”. Y ahora sí que
no siguen los problemas. Porque una aventura sí se conforma con un anciano que
te ayuda, y un cruce por el Mar Negro.
Lara Musikant, 5º Grado, 10 años
Escuela Vera Peñaloza de Almagro
Cuento seleccionado para participar en la fase final del "Mundial de Escritura para chicos y chicas 2020"
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