Cuento para niños sobre la vanidad
Cuando el tiempo era muy niño todavía, no
había en el mundo bicho más feo que el murciélago. El murciélago subió al cielo
en busca de Dios. No le dijo: “Estoy harto
de ser horroroso. Dame plumas de colores”. No; sino que le dijo: “Dame plumas,
por favor, que me muero de frío”.
A Dios no le había sobrado ninguna
pluma.
–Cada ave te dará una pluma –decidió.
Así obtuvo el murciélago la pluma
blanca de la paloma y la verde del papagayo, la simpática del colibrí y la
rosada del flamenco, la pluma azul del Martín pescador,
la de arcilla del águila y la de sol que arde en el pecho del tucán.
El murciélago, frondoso de colores y
suavidades, paseaba entre la tierra y las nubes. Por donde iba, quedaban alegres el aire y las nubes, y las aves mudas
de admiración. Dicen los pueblos que el arcoíris nació del eco de su vuelo.
Pero la vanidad le hinchó el pecho. Miraba con desdén a todo el mundo y
ofendía. Se reunieron entonces las aves y juntas volaron hacia Dios.
–El murciélago se burla de nosotras –se quejaron–. Y además, sentimos frío por las
plumas que nos faltan.
Al día siguiente, cuando el murciélago
agitó las alas en pleno vuelo, quedó súbitamente desnudo. Y una lluvia de
plumas cayó sobre la tierra.
Él anda buscándolas todavía. Ciego y
feo, enemigo de la luz, vive escondido en las cuevas. Sale a perseguir las
plumas perdidas cuando ha caído la noche, y vuela muy veloz, sin detenerse
nunca, porque le da vergüenza que lo vean.
Eduardo
Galeano
Mitos de memoria del fuego (Anaya, 2002)
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