viernes, 2 de marzo de 2018

TRABAJO ESCLAVO EN EL ABASTO


TRABAJO ESCLAVO EN EL BARRIO Y LA CIUDAD




Detectaron trabajo esclavo en un taller clandestino de Lavalle al 2900

Balvanera no es un barrio donde abundan las pocilgas que funcionan como “talleres” textiles, y en donde se embauca a la gente necesitada, tan necesitada como desprevenida y propensa de ser embaucada. A partir de una denuncia, personal del Ministerio de Seguridad porteño realizó una investigación sobre un domicilio de la calle Lavalle al 2900, donde eran reducidas a la servidumbre 22 personas.
Allí se constató que funcionaba un taller textil ilegal, que a su vez estaba relacionado con otros cinco departamentos dentro del mismo edificio. En esos inmuebles fueron encontrados 22 trabajadores reducidos a la servidumbre, en lugares para nada aptos en cuanto a seguridad e higiene, y en donde se violaban los más elementales derechos humanos.
Intervinieron el Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional N°6 y el Juzgado Nacional de Menores N°1, que ordenó la detención de la encargada con pedido de captura. Los trabajadores liberados, en tanto, quedaron bajo seguimiento del personal de la Oficina de Rescate y Acompañamiento de Víctimas Damnificadas por el Delito de Trata de Personas.

Vale como ejemplo esta anécdota trágica que transcribimos para ilustrar el modus operandi de ciertos personajes que suelen aprovecharse de los más débiles, aunque sean sus coterráneos de la comunidad boliviana.
Se trata de un tal “Óscar”, un ex tallerista, ahora agrandado, que deja ver brillo filoso de los dientes enmarcados en oro cuando, al fragor de la ronda de vino tinto, olvida taparse la boca y estalla en carcajadas al contar sus “aventuras” como patrón del taller clandestino que regenteaba cerca del Puente Uriburu.
Óscar habla a rienda suelta en rueda de talleristas. Entre trago y trago, mientras llega la noche a unas cuadras de la villa 1-11-14 del Bajo Flores, habla de su pasado explotador de sus coterráneos bolivianos, a los que iba a reclutar a la esquina de Cobo y Curapaligüe, el vértice que funciona desde hace décadas como un mercado humano, a la vista de cualquiera, que todos conocen, menos las “autoridades laborales de aplicación”.
Óscar es paceño, petiso, de 31 años. Cuenta que llegó al país hace 12 y que en La Paz era gomero. Aquí aprendió a coser en la máquina recta, a decir "bolú" y "papi", para empezar o terminar sus frases con tonada altiplanezca, como para dejar claro que no es ningún recién llegado. También aprendió otras mañas de las que saca pecho, como exprimir los espinazos ajenos en las máquinas, después despedir a todos y volver a empezar.
"Ya a los 23 años tenía mi taller. La mejor forma es ir a buscarlos a Bolivia para que te trabajen, si no, no rinde. No cierran los números, papi. Yo iba a buscar gente a Cobo y Curapaligüe, caminaba entre los paisanos, los coreanos y argentinos y así chasquea los dedos dos costureras y listo, ¡taxi!, las tenía por un tiempo y después les decía que no tenía trabajo y pues, a empezar de nuevo, pues ¿no? Si ya los explotaste, ya le chupaste la sangre como las vinchucas…
Antes del primer saludo, Óscar tiró un poco de su bebida al suelo. "Hay que challarle a la Pachamama", explica serio, e invita a imitarlo y a beber "seco". Después el alcohol le hará soltar la lengua y, además de sus consejos, contará anécdotas sexuales como caporal explotador del taller, en el que dice una vez dos costureras peruanas lo "enfiestaron" y él inventaba su cumpleaños, cada tanto, para emborrachar a las empleadas y pedir su "regalito", ahí, entre las máquinas, donde dormían…
Eran buenos tiempos para Óscar, él era uno de los miles de bocas iniciales de producción de la industria clandestina de ropa que mueve más de 700 millones de dólares al año sólo en Capital y el Conurbano, según cifras de la Cámara Industrial Argentina de Indumentaria. Todo iba bien para él hasta que el 30 de marzo de 2006 ardió el taller de Luis Viale 1269, en Caballito, con cuatro menores y dos adultos de nacionalidad boliviana que no lograron escapar del humo y las llamas. Ellos integraban un plantel de 64 esclavos textiles la mayoría indocumentados que estaban bajo el régimen de "cama caliente". La fábrica figuraba habilitada para cinco personas desde 2001 a nombre de dos empresarios, Jaime Geiler y Daniel Fischberg, y estaba subalquilada a Juan Manuel Correa, argentino, y Luis Sillerico, boliviano. La causa penal está en manos del juez de Instrucción Alberto Baños.
Hasta hoy nadie sabe con certeza cuántos de estos talleres siniestros están activos en la Ciudad. Una bomba de tiempo. Las muertes de Caballito sólo sirvieron para "descubrir" un mundo paralelo que pareció sorprender a propios y extraños y obligó a que se admitiera en forma oficial la situación de miles de personas que son explotadas en talleres textiles, uno de los eslabones de la trata de personas con fines de explotación laboral. Hay pagos miserables, hacinamiento, reducción a la servidumbre, y hasta casos de tuberculosis, anemia y violaciones de mujeres y menores, según apuntó el Cónsul General de Bolivia, José Alberto González, quien también cree que, si hasta el momento no ocurrió otra tragedia, es porque "Dios es argentino y también boliviano". El diplomático es de los que piensan que esta problemática es una cuestión de mercado: "La gente, por plata, mata. Y se deja matar".
Después del incendio de Caballito, y de los controles que se habían lanzado en los talleres hicieron que Óscar, el ex patrón explotador, cerrara por precaución. "Hay que tener mucho cuidado con el paisano hoy por hoy, es un cuchillo de doble filo. Te puede clavar un puñal por atrás si te delata. Si te quieres poner en blanco te sale 300 pesos cada costurero, más el sueldo. Por eso tuve que cerrar el taller, estaban jodiendo mucho", se lamenta Óscar, que no pierde las esperanzas de reabrir y volver a ser patrón.
Historias como ésta hay muchas, en estos momentos en que las autoridades relajan los controles debido al maldito achicamiento de la administración pública local y nacional, más la maldita flexibilidad laboral que avanza…
La llamada “Policía de Trabajo” brilla por su ausencia y es caldo de cultivo para que sucedan estos pequeños grandes dramas y para que, por desgracia, existan muchos “Oscares”.

                            Marta Romero










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