martes, 30 de noviembre de 2021

EL SUEÑO - RELATO

 

EL SUEÑO

 

Murray soñó un sueño.

La psicología vacila cuando intenta explicar las aventuras de nuestro yo inmaterial en

sus andanzas por la región del sueño, “gemelo de la muerte”. Este relato no quiere

ser explicativo: se limitará a registrar el sueño de Murray.

Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño es que acontecimientos que

parecen abarcar meses o años ocurren en minutos o instantes.

Murray aguardaba en su celda de condenado a muerte. Un foco eléctrico en el cieloraso del corredor iluminaba su mesa. En una hoja de papel blanco una hormiga corría

de un lado a otro y Murray le bloqueó el camino con un sobre. La electrocución

tendría lugar a las nueve de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio

de los insectos.

En el pabellón había siete condenados a muerte. Desde que estaba allí, tres habían sido

conducidos: uno, enloquecido y peleando como un lobo en la trampa; otro, no menos

loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó

y tuvieron que amarrarlo a una tabla. Se preguntó cómo responderían por él su

corazón, sus piernas y su cara; porque ésta era su noche. Pensó que ya serían casi las

nueve. Del otro lado del corredor, en la celda de enfrente, estaba encerrado Carpani,

el siciliano que había matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo.

Muchas veces, de celda a celda, habían jugado a la damas, gritando cada uno la

jugada a su contrincante invisible.

La gran voz retumbante, de indestructible calidad musical, llamó:

–Y, señor Murray, ¿cómo se siente? ¿Bien?

–Muy bien, Carpani –dijo Murray serenamente, dejando que la hormiga se posara en

el sobre y depositándola con suavidad en el piso de piedra.

–Así me gusta, señor Murray. Hombres como nosotros tenemos que saber morir

como hombres. La semana que viene es mi turno. Así me gusta. Recuerde, señor

Murray, yo gané el último partido de damas. Quizá volvamos a jugar otra vez.

La estoica broma de Carpani, seguida por una carcajada ensordecedora, más bien

tentó a Murray; es verdad que a Carpani le quedaba todavía una semana de vida.

Los encarcelados oyeron el ruido seco de los cerrojos al abrirse la puerta en el

extremo del corredor. Tres hombres avanzaron hasta la celda de Murray y la

abrieron. Dos eran guardias; el otro era Frank –no, ese era antes, ahora se llamaba el

reverendo Francisco Winston–, amigo y vecino de sus años de miseria.

–Logré que me dejaran reemplazar al capellán de la cárcel –dijo, al estrechar la mano

de Murray. En la mano izquierda tenía una pequeña biblia entreabierta.

Murray sonrió levemente y arregló unos libros y una lapicera en la mesa. Hubiera

querido hablar, pero no sabía qué decir. Los presos llamaban a este pabellón de

veintitrés metros de largo y nueve de ancho, Calle del Limbo. El guardián habitual de

la Calle del Limbo, un hombre inmenso, rudo y bondadoso, sacó del bolsillo un

porrón de whisky y se lo ofreció a Murray, diciendo:

–Es costumbre, usted sabe. Todos lo toman para darse ánimo. No hay peligro de que

se envicien.

Murray bebió profundamente.

–Así me gusta –dijo el guardián–. Un buen calmante y todo saldrá bien.

Salieron al corredor y los condenados lo supieron. La Calle del Limbo es un mundo

fuera del mundo y si le falta alguno de los sentidos, lo reemplaza con otro. Todos los

condenados sabían que eran casi las nueve, que Murray iría a la silla a las nueve. Hay

también, en las muchas calles del Limbo, una jerarquía del crimen. El hombre que

mata abiertamente, en la pasión de la pelea, menosprecia a la rata humana, a la araña

y a la serpiente. Por eso, de los siete condenados, sólo tres gritaron sus adioses a

Murray, cuando se alejó por el corredor, entre los centinelas: Carpani y Marvin, que

al intentar una evasión había matado a un guardia, y Bassett, el ladrón que tuvo que

matar porque un inspector, en un tren, no quiso levantar las manos. Los otros cuatro

guardaban un humilde silencio.

Murray se maravillaba de su propia serenidad y casi indiferencia. En el cuarto de las

ejecuciones había unos veinte hombres, empleados de la cárcel, periodistas y

curiosos que...

Aquí, en medio de una frase, el sueño quedó interrumpido por la muerte de O.

Henry. Sabemos, sin embargo, el final: Murray, acusado y convicto del asesinato de

su querida, enfrenta su destino con inexplicabe serenidad. Lo conducen a la silla

eléctrica. Lo atan. De pronto, la cámara, los espectadores, los preparativos de la

ejecución, le parecen irreales. Piensa que es víctima de un error espantoso. ¿Por qué

lo han sujetado a esa silla? ¿Qué ha hecho? ¿Qué crimen ha cometido? Se

despierta: a su lado están su mujer y su hijo. Comprende que el asesinato, el

proceso, la sentencia de muerte, la silla eléctrica, son un sueño. Aún trémulo, besa

en la frente a su mujer. En ese momento lo electrocutan.

La ejecución interrumpe el sueño de Murray.

 

O’Henry

 

O. Henry era el seudónimo del escritor, periodista y cuentista estadounidense William Sydney Porter (1862 - 1910)




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