sábado, 5 de marzo de 2016

LA GORDA PEREYRA

RELATO:



La Gorda Pereyra







Era una noche de primavera de 1990, despejada, con la luna llena en lo alto, grande y brillante, rodeada de millones de estrellas. Solo una suave brisa se sentía en el Parque Pereyra Iraola. Y yo, Daniel, me desplazaba en formación cerrada junto a mis ciento catorce compañeros de primer año, hacia el comedor que ya estaba lleno de cadetes cenando.

Juan, mi compañero, que había sido designado esa tarde como cuartelero, estaba en el primer piso de las compañías, deambulando junto a las 117 camas marineras triples y las cofreras, de dos metros de alto, que contenían las pertenencias de los muchachos de primer año, nuestros camaradas.

Mientras tanto, mi hermano, cadete de 5to año, junto a 4 de sus amigos, jugaba al juego de la copa en el pequeño cuarto de la enfermería de la planta baja del mismo edificio de dormitorios, tratando de invocar a la Gorda Pereyra. Un alma en pena, que según cuenta la historia, era María Antonia Pereyra, quien se ahorcó en el Árbol de Cristal o Agathis Alba, una especie exótica de conífera natural del archipiélago malayo, que tiene la particularidad de exudar una resina que brilla a la luz de la luna, fenómeno del cual deviene su nombre. La Gorda Pereyra era esposa de Leonardo Iraola, doble primo hermano de ésta, y madre del futuro dueño de las estancias Pereyra Iraola; quien tras una decepción amorosa decidió acabar con su vida. Fue hallada días después, por la familia, con la soga apretada al cuello, pendiendo del árbol, cubierta completamente por la resina, con sus extremidades extendidas apuntando al suelo, tenía la piel de un color blanco azulado, los ojos abiertos y lechosos como los de un ciego y su boca como las fauces negras del aljibe del casco principal.

Mis compañeros y yo esperábamos, en formación de 4, nuestro turno para ingresar al comedor, una construcción bastante amplia que permitía acomodar a 250 cadetes sentados, totalmente rodeado de grandes ventanas, divididas cada una en 4 postigos. Como era de esperar todas se encontraban abiertas para disfrutar de las frescas temperaturas primaverales.

De pronto, como caído de la nada, se desató sobre nosotros un aguacero, provocando la inmediata reacción de ponernos a cubierto bajo el alero. Solo duró unos segundos, instantes después cesó completamente. Todos miramos al cielo y pudimos seguir viendo el hermoso firmamento nocturno absolutamente despejado con la luna allá, todavía en lo alto.

El oficial a cargo ordenó que volvamos a la formación de inmediato. Pero no llegamos a cumplir la orden, que nuevamente comenzó a llover, pero en esta oportunidad además del agua, el viento arremetió contra todos. El oficial se vio en la obligación de ingresarnos al comedor, aunque no hubiera lugar para sentarnos. Así, pues, nos formó en hileras de dos entre las mesas, a la espera, ahora más tranquilos, de nuestro turno para cenar.

Pero la tranquilidad duró poco. Las luces parpadearon tres veces, hasta que nos abandonaron definitivamente. La lluvia se intensificó e ingresaba por las ventanas mojando todo. Los postigos se azotaban por el fuerte viento que desprendió las cortinas arrojándolas sobre las mesas. Unos cuantos vidrios estallaron y los más chicos entramos en pánico. El oficial de mayor rango ordenó, a viva voz, que se hiciera silencio y que los cadetes, próximos a las ventanas, se abocaran a cerrar y asegurarlas.

   Al mismo tiempo, mi hermano junto a sus compañeros, totalmente abstraídos, estaban en plena sesión. La vela proyectaba temblorosas sombras sobre las paredes. La copa, lenta pero firme, se movía de un lugar a otro del tablero contestando sus preguntas. Fernando, fuera del círculo de cuatro, era el encargado de anotar los mensajes. Les había confirmado que era La Pereyra y que se había ahorcado. Cuando le preguntaron el por qué, la copa comenzó de deslizarse frenéticamente de una letra a otra hasta detenerse. Fernando, con la voz quebrada, leyó “DEJENME EN PAZ” y acto seguido la copa se partió en dos y la vela se apagó.

   En el primer piso, cuando comenzó la lluvia, Juan corría de una ventana a otra cerrándolas para que no se mojara el suelo que tanto le había costado mantener limpio durante la tarde. Cuando cerró finalmente la última ventana, las luces parpadearon al igual que en el comedor y lo abandonaron. A tientas, fue caminando a paso vivo hasta su cofre para conseguir la bendita linterna que lo sacara de la maldita oscuridad.

Arrodillado en el piso, rebuscando entre sus cosas, comenzó a oír que los candados sujetos a los cofres se golpeaban intensamente contra las puertas, como queriendo escapar de allí.

De pronto, de la misma manera que comenzaron a golpearse, todo ruido finalizó. Una mano helada se posó sobre su hombro y sintió un torrente cálido y húmedo avanzar por su entrepierna, mojando a su paso la parte delantera de su pantalón de fajina. Al tiempo que una voz rasposa le susurró al oído DE-JEN-ME EN PAZ, terminando la frase con un aullido agudo y ensordecedor.

Juan se dio la vuelta, pero ya nada había a sus espaldas. Lo que tenía entre las manos voló por los aires, de un salto se puso en pie y bajó las escaleras corriendo y gritando a todo pulmón.

Minutos después, en el comedor, la lluvia y el viento se detuvieron, las luces se encendieron y lentamente todo volvió a su normalidad. Al regresar a los dormitorios nos encontramos con un camino de agua que subía por las escaleras y terminaba en un charco junto al cofre de Juan y un reguero de sus cosas. De él no había novedad.

A la mañana siguiente cuando nos encontrábamos en las aulas, pudimos ver por las ventanas, a los padres de Juan con una valija en la mano y él, pálido y ausente, entre ellos caminando hacia puesto uno, hacia la salida del Liceo.

Esa fue la última vez que supimos algo de nuestro compañero, Juan Celiz, cadete de primer año.



                                                                         Guillermo Gabriel Giglio







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