Un Cuento de Año Nuevo
¡¡¡PARA QUE EN EL 2013 SE CUMPLAN NUESTROS DESEOS MAS SENTIDOS !!! |
Iba
yo corriendo, -¡dále que te pego!-, y no dejaba de correr detrás de un
viejecito encorvado que tenía unos números, bastante borrosos, por
cierto, pintados, o cosidos en la espalda de su camisola color ala de
mosca. ¿Sería un escapado de presidio? No, porque en ese caso tendría
que llevar la clásica indumentaria a rayas horizontales de los reclusos,
tal como salen en las historietas, u otra prenda distintiva.
Lo
curioso era que el hombre parecía ir muy despacio y yo, que corría a
toda velocidad, no le alcanzaba. Ahora bien, ¿por qué perseguiría yo a
ese buen señor? ¿Estaría llevándose algo que me había pertenecido, que
nos había pertenecido a muchos? ¿Parte de nuestra vida, de nuestro
tiempo, quizás?
Hacía
frío, a veces hacía calor, otras llovía y yo no me mojaba ni sentía
frío ni calor, ni transpiraba, a pesar de que corría con ganas.
Pero
no conseguía acercarme al viejecito, que contra toda lógica parecía
estar al alcance de mi mano. Me acordé del siempre lejano, inaccesible
castillo de la novela de Kafka y del via crucis del pobre agrimensor,
tratando de llegar a él a toda costa y sin ninguna posibilidad de
lograrlo.
Por
el rabillo del ojo veía a otras personas, coches y otros vehículos,
árboles, faroles, escaparates, niños que parecían ir al colegio, o salir
de él, perros callejeros, un menesteroso en una esquina, un policía con
su uniforme azul y su gorra de plato.
Lo
veía todo como si fuera muy miope y no llevara puestas lentillas ni
gafas. Debía padecer, además, algún tipo de daltonismo, porque el tono
dominante era el gris ratón.
El
anciano no perdía ripio, mientras que a mí me costaba muchísimo
avanzar. Me pesaban las piernas, como si fueran de plomo. El viejecito
se adentro súbitamente en una neblina tan espesa como la que los
ingleses llaman “puré de guisantes”.
De
pronto se cruzó en mi camino una señora madura, alta, quizás no
distinguida, pero tampoco ordinaria. Tenía el pelo del mismo color del
acero y los ojos entre azules y grises, fijos y tristes, insondables:
los ojos de los que ya lo han visto todo. Vestía de gris y llevaba en
los brazos algo parecido a un pequeño paquete.
Se
acercó a mí y me pasó el fardo, nunca mejor empleada la expresión.
¡Contenía un niño recién nacido! Sobre su ropita de lana azul de bebé
campeaban unos números en fúlgido escarlata. Lo estreché contra mí. La
señora me dijo en voz baja:
- Ahí está. El nuevo. Va a ser muy bueno. Vívalo a conciencia.
- Pero, ¿durará? Los mayas dijeron…
- ¡A los mayas que les den dos duros, o dos euros, ahora!
Un
relámpago tiñó el cielo de azul por unos instantes. Acto seguido, todo
se nubló, para despejarse enseguida. Me desperté. Me había quedado
dormido en mi silla de lona verde de director de cine frente a una copia
hecha por mi abuelo del famoso cuadro de la chica morena con el cántaro
azul de Romero de Torres.
Me
acordé inmediatamente de aquella obsesionante película que
protagonizaron Edward G. Robinson y Joan Bennet y dirigió Fritz Lang en
1944, basada en la novela “Once off Guard” de S. W. Wallis, que todavía
puede verse en cine clubs y en la televisión: “La mujer del cuadro”
(“The woman in the window”).
El
fatalista recorrido del infeliz protagonista llega a su término cuando
se despierta cómodamente arrellanado en una butaca de un salón de su
club, frente a un retrato de una bellísima mujer -como pintado por
Winterhalter-, punto de partida del film, considerado como uno de los
mejores de Lang.
Todo había sido un sueño.
© José Luis Alvarez Fermosel
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