EL
SILENCIO: RELATO
Juro
que yo no lo quería hacer, pero no tuve opción…
Aquella
tarde, mientras atizaba las brasas, los recuerdos se hacían presentes.
Llegó
ella. Era invierno y “El Silencio”, mi hostería, ofrecía un hermoso valle
apartado, rodeado de árboles secos, dejando entrever un bosque milenario.
Adornando como puntillas de la naturaleza, un profundo y azul lago.
Estando
dentro y mientras sus ojos recorrían el lugar sin definir un punto fijo, me
comentó que el viaje le resultó tranquilo y mucho más corto de lo que había
esperado.
Cargaba
con tantas valijas, y enormes, que surgió en mí una curiosidad por saber su
contenido. Más tarde descubrí que sólo se trataba de ropa de abrigo y varias
novelas de misterio.
Le
pregunté de dónde venía. Era porteña, del barrio de Almagro, me indicó como
referencia el Abasto, ni idea de dónde quedaba
eso, sonreí como si supiera. Estaba contenta ya que hacía más de dos años que
no se tomaba vacaciones. Quería que fueran
únicas. Su hermano vivía en el exterior, para qué
avisarle. El relato se extendía y para concluir su monólogo
la invité a conocer el cuarto donde dormiría.
Mientras
nos dirigíamos al lugar continuó con su
incesante conversación. Al abrir la puerta finalmente dejó de parlotear y su
expresión cambió al encontrarse con una amplia habitación con una cama antigua,
un sillón mullido, unos ventanales con vista al majestuoso lago, por donde se filtraba la tenue luz del atardecer. Carecía
de cualquier tipo de decoración. De repente quedó inmóvil. Hizo tres pasos y
con su mirada fija en él, el cual le devolvía la imagen de su esbelta silueta,
como si fuera ella misma capturada. Era un antiguo espejo de cuerpo entero con
marco de bronce bruñido. Era parte esencial de aquel escenario, se erguía al
pie de la cama queriendo decir algo.
Rápidamente
bajó a cenar. No había huéspedes, solo ella, lo cual le permitía mantener una
actitud relajada. Sobre todo, contar con mi total atención.
Esa
noche se desplomó sobre la cama. Y ahí quedó en un letargo profundo.
A
la mañana siguiente mientras le servía el desayuno, comentó haber tenido sueños
brumosos y mientras estiraba su cuerpo, recordó que presentía que alguien la
observaba desde el espejo. Abriendo mis ojos y mi boca asentí mi preocupación
por lo sucedido y le aconsejé que vaya a dar un paseo por el bosque, pero sin
alejarse de la orilla del lago, que le serviría de referencia para volver.
El tiempo no era suficiente para contemplar
toda la belleza de aquel paisaje cautivador y esta quietud que era desconocida
en el lugar donde vivía.
En
el hall, mientras arrastraba gruesos leños para encender la chimenea, la vi. La
mesa para cenar pescado con especias ya estaba lista, iluminada por el fuego de
la chimenea. Mientras cenábamos pude decir simplemente que aquel manjar era el
plato preferido de mi hija. No recibí ni una palabra, ni gesto alguno como
respuesta. Tuve un sentimiento extraño, molesto, que hacía
nacer en mí dos pensamientos. O no tenía interés alguno
de mi historia o no quería escuchar historias tristes.
Subió
a su cuarto. Y unos segundos después, por un pequeño resquicio que se hallaba
junto a la puerta, pude ver como las páginas de un libro se movían acompañando a una
lectura, hasta la llegada del sueño arrollador, producto del cansancio por la
larga caminata.
Mientras
desayunaba me comentó, sin tener muy claro si era un sueño o no, que alguien
que la observaba desde el espejo se aproximó a la cama y con expresión
angustiada intentaba decirle algo. Pero por más esfuerzo que ella hacía no lograba oírlo. Envuelta en sudor, esa madrugada
le costó volver a conciliar el sueño. Creyó distinguir algún movimiento en el
espejo, pero, al levantarse para corroborarlo, comprendió que era la frágil luz
que se filtraba a través del ventanal, lo que dibujaba garabatos entre las
sombras.
Los
días siguieron inevitablemente transcurriendo y yo ocupándome de ella. Las
reservas caían, excusándose con que había mal clima, lo que hacía imposible
atravesar el bosque y llegar al lugar. Sus pesadillas eran el tema de cada
desayuno. Habían pasado a ser parte de sus vacaciones. Cada despertar estaba
acompañado de sentimientos de angustia que se disipaban
cuando comprobaba que no había nada raro a su alrededor. En ocasiones dejo
entrever su soledad y su vacío interior.
En
la cena anterior a su partida, bajo su insistencia, descorché una botella de vino, aunque, con una sonrisa de
timidez y la mirada fija en el suelo, refirió no estar acostumbrada a beber. Al
acabar, su cabeza era un mar bravío en una noche
de tormenta. Lamentó haber bebido. Estuve obligado a ayudarla a llegar a su
cuarto y acomodarla en la cama. Quedó dormida de inmediato. Un breve e
insignificante pensamiento de culpa atravesó mi mente. Era hermosa, pero no
tanto como mi Alicia.
Esa madrugada, sus pesadillas estaban
envueltas de una carga emocional muy profunda, oscura y desafiante. La pobre no
logró despertarse para enfrentarlas y espantarlas. La tomó de la mano, murmurando su nombre y mientras la
acariciaba llegó frente al espejo.
Nunca
olvidaré esa mañana al disponer el desayuno para
ella, que la recuperé, intacta, tal cual estaba hace quince años cuando la
había perdido a orillas del mágico lago azul.
Esa
habitación quedó clausurada ya que solían escucharse por las noches lejanos
gritos y golpes en el vidrio una y otra vez.
Que
opción podía tener yo si el resultado era recuperar a mi pequeña niña.
Guillermo Gabriel Giglio
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