El kakuy (leyenda quechua)
El kakuy es un ave nocturna de rapiña que habita en los montes del noroeste de
nuestro país. Es un ave solitaria de lúgubre canto y su nombre proviene del
quechua. La historia, aunque
algo cruel, habla del compañerismo entre hermanos.
En el monte vivían dos hermanos, un varón y una mujer. El
hermano era muy trabajador y además un hombre realmente bueno. Estaba siempre
en el monte y cuando regresaba a su hogar le traía regalos y frutos silvestres
a su hermana, además de todo lo necesario para vivir. La hermana era haragana y
desordenada, le costaba mantener el rancho ordenado y cuando el hermano venía
cansado de su trabajo, ella nunca lo recibía como se
merecía.
Un día, él regresó muy agotado luego de una dura jornada de trabajo en
el monte y le pidió si por favor le podía dar un poco de hidromiel, la hermana
fue a buscar el frasco pero antes de dárselo lo derramó en su presencia.
Al día siguiente ocurrió lo mismo pero esta vez con la
comida. De a poco la paciencia de este muchacho se fue acabando y decidió
castigar la maldad de la hermana.
Una tardecita la invitó a ir a recoger miel fresca al monte,
la llevó bien adentro. Cuando llegaron a un
quebracho de copa muy grande el hermano la invitó a subir e ir por la miel,
juntos lograron llegar hasta lo más alto del árbol, entonces fue allí cuando el
hombre comenzó a descender, desgajando el árbol a medida que iba bajando,
cortándole todas las ramas, de manera que su hermana no pudiera bajar. El
hombre se bajó y se alejó, la hermana quedó allí en lo alto del árbol con mucho
miedo.
Al caer la noche su temor se trasformó en terror. Con el
correr de los minutos, horrorizada notó que sus pies se convertían en garras,
sus manos en alas y que el total de su cuerpo estaba cubierto por plumas.
Desde entonces, el pájaro sale sólo de noche, sufre el
abandono y clama por su hermano rompiendo el silencio de la noche del monte. Su
grito desgarrador es de “¡Turay…Turay!”, que en quechua quiere decir “¡Hermano…
Hermano!”.
Los pétalos de la rodocrosita (leyenda diaguita)
Tras largos días y noches de andar, el chasqui alcanzó el último tramo
del camino que conducía a la morada del rey Inca. Llevaba una singular ofrenda
destinada al gobernante: tres gotas de sangre petrificadas. El precioso
hallazgo fue recibido con mucha emotividad.
En el Lago Titicaca, en tiempos pasados, se había construido
el templo de las acllas: las vírgenes sacerdotisas del Inti.
En ese sitio se encontraban anualmente el sol y la luna para
fecundar los sembrados y asistir a la sagrada elección de quien heredaría la
responsabilidad de perpetuar la sangre inca.
Un día el invencible guerrero Tupac Canqui se atrevió a
ingresar al sagrado templo, desafiando la tradición incaica.
Desde el momento en que descubrió a la bella ñusta aclla, nació
su amor por ella.
La sacerdotisa lo correspondió, consciente de ignorar las
restricciones del Tawantinsuyo para las elegidas.
Juntos, escaparon hacia el sur, buscando proteger el vientre
de la aclla lleno de vida.
El poder imperial bramó y destinó infortunados grupos
armados a castigar a los culpables de la transgresión.
Tupac Canquí y la ñusta aclla se instalaron cerca del salar
de Pipando, donde tuvieron muchos hijos descendientes de los aymarás, que
fundaron el pueblo diaguita.
Sin embargo, jamás lograron deshacerse del hechizo de los
shamanes incas.
Ella falleció y su cuerpo fue sepultado en la alta cumbre de
la montaña, él murió poco tiempo después, ahogado en su triste soledad.
Una tarde, el chasqui andalgalá descubrió la tumba de la
ñusta aclla impresionado por ver cómo florecía, en pétalos de sangre, la piedra
que la cubría.
Rápidamente salió del estupor y arrancó una de las rosas
para ofrendar al rey Inca.
El jefe del imperio, aceptando con emoción la flor de la
rodocrosita, perdonó a aquellos antiguos amantes furtivos.
En adelante, las princesas de Tiahuanaco lucieron con
orgullo trozos de la piedra rosa del inca, símbolo de paz, perdón y amor
profundo.
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