Arbolito:
También quisimos
restaurar y reparar algunas cosas que no nos agradaban. Nuestra puerta de
hierro modernista y bella con unas rejas negras largas, tiene unos círculos en
asimétricos lugares de la misma, bellísimos, donde queda el vidrio limpio, como
el ojo de buey de un barco. En uno de ellos algún perverso, pudo tomarse el
tiempo, diría que bastante, para realizar una talla cruel. Una esvástica. Perfecta
y bien biselada que me era imposible obviar, al entrar y al salir. Además de
avergonzarme ante las visitas. Porfiamos tanto los vecinos que logramos sacarla,
llevo dos años de trabajo con la vieja administración y por suerte el nuevo
administrador, entro como el Ejército Rojo y chau esvástica.
Por eso pensamos en
plantar algo en el cantero vacante de la entrada de nuestro bello edificio, un
arbolito. Fue un desafío evidente a la leyenda del vandalismo cruel y la
desidia, queríamos apostar al nuevo barrio, construir allí morada, refugio y
casa.
María Suarez, era en
ese entonces un activo miembro de la Junta Comunal 3, que involucra a los barrios
de Balvanera y San Cristóbal y también mi compañera en la vida. Ella se preocupó
de conseguir un árbol para nuestra vereda. La Comunera, portaba antecedentes
importantes para tan módico pedido, venia de hacer ese hermoso “Parque de la
Estación”, lleno de flora nativa que tanto el barrio disfruta en Perón entre
Anchorena y Gallo, un parque diseñado por los vecinos y vecinas después de
larga lucha. Con ella urdimos el plan. Solicito, pudiendo conseguir que la
cuadrilla de arbolado se ocupara de plantar un árbol bello, no solo para
nuestra vereda sino para todas las de la cuadra, así que allí fueron más retoños
de arbolitos.
Así llego el nuestro, decidido
al desafío de sobrevivir, donde ya otros habían fracasado. Así llegamos
nosotros, con María y dos hijas, a acomodarnos en lo que sería nuestra casa,
fruto de nuestros sueños y esfuerzos.
El arbolito seria como
un símbolo heroico, en un lugar donde se los maltrata, se los veja, se los
rompe, mea y caga a toda hora. Queríamos un arbolito firme fuerte, algo que sea
un indicador de que allí está la casa, el destino, la morada, el refugio, la
llegada. Pienso en el arbolito y no puedo evitar recordar al Cacique, Nicasio
Maciel, quien supo ser aliado de Don Juan Manuel de Rosas. Hombre alto, apuesto,
flaco y fibroso de piel cobriza y pelo largo, por eso su figura al recortarse
en el horizonte de la pampa semejaba un arbolito. De allí su apodo, Arbolito,
tomado hoy como símbolo de resistencia por bandas de rock. Arbolito supo
cargarse a degüello al General Friedrich Rauch, un militar prusiano traído por
Rivadavia para acabar con la barbarie india y fue este quien en una tarde
degolló a treinta ranqueles que se hallaban en paz, realizando el poco feliz
comentario que quedo en el diario de campaña, “hoy nos ahorramos balas y pólvora,
los degollamos”. Arbolito, sigiloso lo espero en un vado y lo degolló.
Un arbolito flaco
solitario y fuerte, vence una partida de milicos.
Arbolitos que se nos
aparecen en estos días, los de navidad, tan ingenuos, pero esperanzadores para
las infancias están por todos lados con sus lucecitas en eterna intermitencia. Arbolitos
aportantes de la ciencia, según dicen, como aquel que le arrojo en la cabeza la
manzana a Newton y dio con la idea de la gravedad. Arbolitos del pecado, como
fue ese otro manzano que puso el fruto prohibido entre Adán y Eva.
Arbolitos fuertes, como
el que cuenta Sarmiento en su “Facundo, civilización o barbarie de las pampas
argentinas”, cuando este caudillo montonero, solo sin caballo y derrotado se
larga al llano riojano con sus calores y lo empieza a seguir un tigre. El
hombre primero dispone de su montura para distraer al felino y ganar tiempo
para llegar a un arbolito solitario que veía a distancia inalcanzable. Sediento
y destrozado logra llegar a él y treparse. El arbolito era alto, lo suficiente
para que el felino lo orillara con sus garras dejando marcas en la madera
caliente. Pero su tronco fino, se bamboleaba de lado a lado ante el peso del
gaucho, que permaneció aterrorizado varias horas hasta que una partida de los
suyos lo salvo. Allí nació el Tigre de los Llanos, gracias al supuestamente
frágil arbolito que se mantuvo firme.
Por eso decidimos
romper el mito del arbolito vandalizado, e instalar el mito del arbolito vivo,
para que algún día su sombra sea el hito donde conmemorar un rito y recordar un
momento feliz, mientras ayudamos a florar la cuadra y el barrio.
Es notable el valor de
las cosas, de los sentimientos que uno dispone para que algo como un amuleto de
la suerte, lo ayude a vivir, con necesaria y eficaz ayuda.
Que la vida después de
todo es un manojo de creencias, que cada vez más nos van forjando y llevando de
la mano.
Pero aquí, en la tierra
de Balvanera, viejo barrio porteño, el de Don Hipólito Yrigoyen, el de Leopoldo
Marechal, de Hugo del Carril, el mentado por Borges cuando recordó que fue en
Balvanera y en una noche cualquiera, a dos cuadras de una de las casas de Don
Carlos Gardel y a quince de la otra.
Aquí elegimos vivir y
en un cuadradito modesto de tierra estercolada por los cuzcos de la zona, poner
el arbolito.
Mi amigo naturalista y
paisajista Fabio Márquez, más conocido en las redes sociales como Paisajeante, una
especie de Humbolt criollo. Con la diferencia que el destino no le deparo
fortuna de cuna como a aquel, pero si talento interminable para adorar y pensar
la ciudad, toda su flora, naturaleza y patrimonio.
Fabio me dijo instruyéndome,
“tu arbolito es un Crespón”. Ya me empezó a gustar la cosa, había un nombre
acriollado, fuerte y preciso.
Y más tarde amplio, el
nombre científico, “Lagerstroemia indica”, derivado del botánico suizo
Lagertoem del siglo XVll. Su origen, como gran arbusto, fue manipulado como
árbol, siendo de origen asiático, India, China y Japón. Perdió un poco de
criollismo, pero siguió Crespón. Hay de diferentes floraciones y son todas de
la misma especie, blancas, rosadas, lilas o rojas. Su madera es muy dura y se
usa en carpintería en sus lugares de origen. “No le conozco relatos culturales,
pero en Asia debe tener”, asevero con precisión nuestro insigne y querido
naturalista.
Florar, floración, que
bella palabra. Siempre reparo que, en la interpretación del tango Sur, del gran
Homero Manzi y el otro monstruo de Troilo, se utilizan dos. Los/las que lo
interpretan bien y los/las que lo interpretan mal. Bien es “y tu nombre
florando en el adiós”, mal es “y tú nombre flotando en el adiós”, vaya
diferencia para un recuerdo de la amada en flor y otro de levitación acuosa
símil muerte.
Es notable como se da
la floración en Buenos Aires, gracias a algunos ilustres paisajistas que nos
trajeron de Europa. Por eso los arbolitos nuestros cumplen con un escalonamiento
del color, en un cronograma policromático tan preciso como florido.
En septiembre el Lapacho
infaltablemente florece y recuerdo a mi querido Falucho**, dando la novedad año
a año en una carta de lectores, informando que la primavera acaba de florecer
en el lapacho de Ezcurra, cito en Av. Libertador y Mariscal Ramon Castilla. Alguna
vez zumbón y cómico anuncio ¿Necesito avisar al público y al clero que ha
florecido el lapacho de Ezcurra?
Octubre es el mes del
Ceibo y del Jacaranda, rojos criollos potentes y lilas tirando a celestes,
juegan al este y al oeste como diría la canción. Noviembre es mes de Tipas, que
nos llenan las calles de amarillas flores y también del florado de los palos
borrachos. Debemos conocer ese degrade que cada vez vemos menos y que nos
merecemos más.
Mientras uno piensa
todo eso, tiene tiempo en las mañanas y en las vueltas laborales de observar a
nuestro arbolito de ver que crece, de sacarle unas fotos ya con su copa
florecida y rosada, de verlo bello y erguido en su flacura. Compartir su fina
estampa por wasap en el grupo de vecinos, que también sienten que se jerarquiza
su vereda, que la casa de Perón al 2900, tiene un arbolito esbelto y bello.
Y de repente, lo
inesperado, lo que no podía pasar después de la noche buena, cuando se supone
que todos adquirimos o fingimos cierto recogimiento y bondad para con el mundo,
tengamos o no tengamos fe, aprendimos que es un día de esos donde queremos paz duradera,
dicha y armonía.
La mañana del 25 de
diciembre la muerte se atrevió a pasar por nuestra florida vereda, apareció
fiera, como en el poema de Miguel Hernández, “un manotazo duro un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida, un manotazo cruel te ha derribado”, nunca
recordé tanto su Elegía, como esa mañana de diciembre. Cuando me levanté y abrí
las ventanas de par en par, para ver la calle como suelo hacer en las mañanas
de temperaturas cálidas, mate en mano. Observo que un vecino sentado en el
zaguán de la vereda de enfrente me señala hacia el suelo de mi vereda, me señala
al arbolito.
Estaba tumbado, partido
en su base, quebrado, sostenido por unos delgados pliegues húmedos de su madera
doblada, un hilo desgarrado lo conectaba a la fortaleza de su tronco
despedazado.
El arbolito estaba roto,
tirado y muriente. Solo y junto al solidario vecino, de la “casa tomada “que
esta junto al COTO, quien se acercó primero demostrando una gran habilidad
curativa, nos hicimos cargo. También lo hizo el portero del edificio del otro
lado del COTO, el de la derecha mirado de frente. Claro, la calle estaba vacía,
eran las 9 horas, de un 25 de diciembre, que se adorar en situaciones normales,
por la frescura, la paz y el sosiego que tiene. De inmediato cada uno asumió
roles, yo fui a mi casa a buscar lo que pudiera ayudar, bajé con una pala
chiquita de jardinería, unos hilos de plástico, y bolsas de tierra negra. María
desde el balcón, me bajaba con una piola, tijeras y envases de plástico. El viejo,
con su gorra, sus bermudas y su “chuequera”, pinta de ex jugador de futbol, fue
y consiguió unos palos de una obra vial, el portero unos alambres muy enredados
que entre todos pudimos recuperar.
Levantamos con sumo cuidado
al arbolito, porque su fragilidad era extrema, lo enderezamos, yo me dedique a
juntarle su base a ligarla nuevamente, primero la rodee y uní fuertemente con
alambre, luego con un envase de plástico que corte a modo de envolvente brazalete,
pensé que el plástico podía generar calor y una especie de efecto invernadero
que lo podía favorecer, nada científico, acción pura, lo erguimos y todos nos
miramos. Lo religamos. Para los antropólogos el origen de la palabra religión,
deriva de re-ligar, volver a juntar las partes, unirlas. El viejo, recibió una
llamada inoportuna de una hija desde Gijón, España, me dijo tapando el
micrófono del celu y la suspendió, explicándole terminante que estaba
colaborando con la recuperación de un arbolito junto a unos vecinos, que jamás
había visto o tratado en su vida, agrego yo.
Con toda esa ortopedia
de emergencia marginal, lo mantuvimos lo más vertical posible, le pusimos un
cordel en la copa y lo atamos a la puerta de casa también. Le colocamos un cartel,
para que todos sepan de su convalecencia, algo que advierta el peligro vital
que corría.
Esa noche, con mi
familia arremetimos con un ritual, que pensamos positivo, nos pusimos en ronda
nos dimos las manos y le pedimos que se cure, también echamos sobre la tierra,
una botellita que tenemos para tomar en la conmemoración de la Pachamama, grapa
con ruda macho, se la vertimos completa, lo besamos y acariciamos. Manuela
entre carcajadas, filmo la escena que hoy no podemos encontrar, la de esa secta
reunida tratando de hacer algo incomprensible para los automovilistas que
pasaban y miraban.
Un árbol, representa
muchas cosas, empezando por la vida, la vida del cosmos, su densidad,
crecimiento, proliferación y regeneración. Una vida inagotable que puede ser
inmortal.
Un árbol nos da lo que
hoy llamamos utilitariamente servicios ecosistémicos, absorbe los gases que
producen el efecto invernadero, que calienta la tierra y causa lo que conocemos
como cambio climático.
La fotosíntesis del arbolito
es su capacidad de alimentarse de la luz y absorbe el dióxido de carbono del
aire y lo almacena en su madera.
Nosotros conectamos con
él y los que no lo hacen deberían pensarlo porque es un ser vivo, sensible,
inteligente, animado, que dispone de humildad. También debe ser reconocido su
poder subyacente, su grandeza y su aporte al bien común.
Este año en casa
después de la pandemia, sufrimos otras quebraduras que dolieron, primero fue
Morena, en el sur, en una ruta, donde sufrió un accidente que le dejo fracturas
en el esternón y espalda, al borde de un precipicio que no visito
afortunadamente. Esto la tuvo a maltraer después del julepe y largo tratamiento.
Ella también con su fronda de rulos y su cuerpo largo y flaco parecía un
arbolito, se esforzó, padeció y se curó. Hace poco me tocó a mí, que salí a
volar con mi bicicleta por la calle Corrientes y cuando aterrice fui condecorado
con ocho tornillos de titanio en el radio, no tan grave como lo de Morena, pero
el Dr. Tafuri, vecino, me recomendó un kinesiólogo que me está recuperando.
Y la última fractura fue
la de Alan el novio de Manuela, novel librero, escritor y gran lector, que, despuntando
su vicio por el básquet, sufrió la fractura de un huesito no muy popular como
el cuboides. Este accidente, lo dejo fuera de las canchas y hoy por suerte se
recupera bien, entendemos que la navidad lo encontrara en brindis pleno y
nosotros esperando que se dedique a la literatura.
Ahora podemos decir que
estamos bien, también nuestro arbolito se ha recuperado mucho, el 11 de
diciembre dio sus primeros brotes en flor. Espero que la navidad lo tenga
florido y bello nuevamente.
Nuestro Crespón, está
allí, firme y digno como los soldados de la Legión Romana de Maximus, un
gladiador, que la peleo y la va ganando.
Arbolitos, flacos,
fuertes, perdidos en la jungla de cemento, bancan la parada, son guapos como
los del nombre que dejo caer alguien por este barrio. Todos tienen como diría el
poeta la fuerza de la espiga, son alto en el camino y sombra para el caminante.
Aprendí de un cuñado
culto sanjuanino, que primero está el mito: en nuestro caso el arbolito dado
por muerto, que vuelve a la vida por el apoyo y el amor de sus vecinos, que lo
resucitan. El que vuelve de la muerte.
Después está el hito,
el arbolito repuesto como lugar a cuidar y recuperar, el sitio donde todos
diremos que fue importante en nuestra historia cotidiana. Y por último está el
rito, que tal vez humildemente es lo que esté haciendo hoy donde cuento esta
historia para ritualizarla cada año y hacerle su ofrenda para que siga con
nosotros.
Para finalizar, con
este cuento o crónica de navidad, espero que ese rumbo haya tenido, es
importante plantar un árbol. Tal vez sea uno de los gestos más solidarios que
realicemos las personas, pues nunca veremos su culminación y eso será para
otros, para el futuro que no veremos. Es para los demás y sin importar por qué.
Es el bien por el bien nomas….
*Vecino de Balvanera.
** Félix Luna,
historiador y abuelo de Morena.
Ilustración, Morena
Magallanes.
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