EVITA, GALEANO Y EL
“VIVA EL CANCER”
¡Viva el cáncer!,
escribió alguna mano enemiga en un muro de Buenos Aires.
La odiaban, la odian los biencomidos: por pobre, por mujer,
por insolente.
Ella los desafía hablando y los ofendía viviendo.
Nacida para sirvienta, o a lo sumo para actriz de melodramas
baratos. Evita se había salido de su lugar.
La querían, la quieren los malqueridos; por su boca ellos
decían y maldecían.
Además, Evita era el hada
rubia que abrazaba al leproso y al haraposo y daba paz al desesperado, el
incesante manantial que prodigaba empleos y colchones, zapatos y máquinas de
coser, dentaduras postizas, ajuares de novia.
Los míseros recibían estas caridades desde al lado, no desde
arriba, aunque Evita luciera joyas despampanantes y en pleno verano ostentara
abrigos de visón. No es que le perdonaran el lujo: se lo celebraban. No se
sentía el pueblo humillado sino vengado por sus atavíos de reina.
Ante el cuerpo de Evita, rodeado de claveles blancos desfila
el pueblo llorando. Día tras día, noche tras noche, la hilera de antorchas: una
caravana de dos semanas de largo. Suspiran aliviados los usureros, los
mercaderes, los señores de la tierra.
Muerta Evita, el presidente Perón es un cuchillo sin filo.
Eduardo Galeano en
“Memoria del Fuego”
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