A 67 AÑOS DEL FINAL DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL VALE LA PENA TAMBIÉN UNA RECORDACIÓN DE OTROS HECHOS MUNDIALES QUE DEJARON HUELLAS
LA FOTO QUE RECORRIO EL MUNDO |
El
teatro del Bien y el Mal
En la lucha del Bien contra el Mal, siempre es el pueblo quien pone los muertos.
Los terroristas han matado a trabajadores de cincuenta países, en Nueva York y
en Washington, en nombre del Bien contra el Mal. Y en nombre del Bien contra el
Mal el presidente Bush jura venganza: «Vamos a eliminar el Mal de este mundo»,
anuncia.
¿Eliminar el Mal? ¿Qué sería del Bien sin el Mal? No sólo los fanáticos
religiosos necesitan enemigos para justificar su locura. También necesitan
enemigos, para justificar su existencia, la industria de armamentos y el
gigantesco aparato militar de Estados Unidos. Buenos y malos, malos y buenos:
los actores cambian de máscaras, los héroes pasan a ser monstruos y los
monstruos héroes, según exigen los que escriben el drama.
Eso no tiene nada de nuevo. El científico alemán Werner von Braun fue malo
cuando inventó los cohetes V-2, que Hitler descargó sobre Londres, pero se
convirtió en bueno el día en que puso su talento al servicio de Estados Unidos.
Stalin fue bueno durante la Segunda Guerra Mundial y malo después, cuando pasó a
dirigir el Imperio del Mal. En los años de la guerra fría escribió John
Steinbeck: «Quizá todo el mundo necesita rusos. Apuesto a que también en Rusia
necesitan rusos. Quizá ellos los llaman americanos.» Después, los rusos se
abuenaron. Ahora, también Putin dice: «El Mal debe ser castigado.»
Saddam Hussein era bueno, y buenas eran las armas químicas que empleó contra los
iraníes y los kurdos. Después, se amaló. Ya se llamaba Satán Hussein cuando los
Estados Unidos, que venían de invadir Panamá, invadieron Irak porque Irak había
invadido Kuwait. Bush Padre tuvo a su cargo esta guerra contra el Mal. Con el
espíritu humanitario y compasivo que caracteriza a su familia, mató a más de
cien mil iraquíes, civiles en su gran mayoría.
Satán Hussein sigue estando donde estaba, pero este enemigo número uno de la
humanidad ha caído a la categoría de enemigo número dos. El flagelo del mundo se
llama ahora Osama Bin Laden. La Agencia Central de Inteligencia (CIA) le había
enseñado todo lo que sabe en materia de terrorismo: Bin Laden, amado y armado
por el gobierno de Estados Unidos, era uno de los principales «guerreros de la
libertad» contra el comunismo en Afganistán. Bush Padre ocupaba la
vicepresidencia cuando el presidente Reagan dijo que estos héroes eran «el
equivalente moral de los Padres Fundadores de América». Hollywood estaba de
acuerdo con la Casa Blanca. En estos tiempos, se filmó Rambo 3: los afganos
musulmanes eran los buenos. Ahora son malos malísimos, en tiempos de Bush Hijo,
trece años después.
Henry Kissinger fue de los primeros en reaccionar ante la reciente tragedia.
«Tan culpable como los terroristas son quienes les brindan apoyo, financiación e
inspiración», sentenció, con palabras que el presidente Bush repitió horas
después.
Si eso es así, habría que empezar por bombardear a Kissinger. Él resultaría
culpable de muchos más crímenes que los cometidos por Bin Laden y por todos los
terroristas que en el mundo son. Y en muchos más países: actuando al servicio de
varios gobiernos estadounidenses, brindó «apoyo, financiación e inspiración» al
terror de Estado en Indonesia, Camboya, Chipre, Irán, Africa del Sur, Bangladesh
y en los países sudamericanos que sufrieron la guerra sucia del Plan Cóndor.
El 11 de septiembre de 1973, exactamente 28 años antes de los fuegos de ahora,
había ardido el palacio presidencial en Chile. Kissinger había anticipado el
epitafio de Salvador Allende y de la democracia chilena, al comentar el
resultado de las elecciones: «No tenemos por qué aceptar que un país se haga
marxista por la irresponsabilidad de su pueblo.»
El desprecio por la voluntad popular es una de las muchas coincidencias entre el
terrorismo de Estado y el terrorismo privado. Por poner un ejemplo, la ETA, que
mata gente en nombre de la independencia del País Vasco, dice a través de uno de
sus voceros: «Los derechos no tienen nada que ver con mayorías y minorías.»
Mucho se parecen entre sí el terrorismo artesanal y el de alto nivel
tecnológico, el de los fundamentalistas religiosos y el de los fundamentalistas
del mercado, el de los desesperados y el de los poderosos, el de los locos
sueltos y el de los profesionales de uniforme. Todos comparten el mismo
desprecio por la vida humana: los asesinos de los cinco mil quinientos
ciudadanos triturados bajo los escombros de las Torres Gemelas, que se
desplomaron como castillos de arena seca, y los asesinos de los doscientos mil
guatemaltecos, en su mayoría indígenas, que han sido exterminados sin que jamás
la tele ni los diarios del mundo les prestaran la menor atención. Ellos, los
guatemaltecos, no fueron sacrificados por ningún fanático musulmán, sino por los
militares terroristas que recibieron «apoyo, financiación e inspiración» de los
sucesivos gobiernos de Estados Unidos.
Todos los enamorados de la muerte coinciden también en su obsesión por reducir a
términos militares las contradicciones sociales, culturales y nacionales. En
nombre del Bien contra el Mal, en nombre de la Unica Verdad, todos resuelven
todo matando primero y preguntando después. Y por ese camino, terminan
alimentando al enemigo que combaten. Fueron las atrocidades de Sendero Luminoso
las que en gran medida incubaron al presidente Fujimori, que con considerable
apoyo popular implantó un régimen de terror y vendió el Perú a precio de banana.
Fueron las atrocidades de Estados Unidos en Medio Oriente las que en gran medida
incubaron la guerra santa del terrorismo de Alá.
Aunque ahora el líder de la Civilización esté exhortando a una nueva Cruzada,
Alá es inocente de los crímenes que se cometen en su nombre. Al fin y al cabo,
Dios no ordenó el holocausto nazi contra los fieles de Jehová, y no fue Jehová
quien dictó la matanza de Sabra y Chatila ni quien mandó expulsar a los
palestinos de su tierra. ¡Acaso Jehová, Alá y Dios a secas no son tres nombres
de una misma divinidad?
Una tragedia de equívocos: ya no se sabe quién es quién. El humo de las
explosiones forma parte de una mucho más enorme cortina de humo que nos impide
ver. De venganza en venganza, los terrorismos nos obligan a caminar a los
tumbos. Veo una foto, publicada recientemente: en una pared de Nueva York alguna
mano escribió: «Ojo por ojo deja al mundo ciego».
La espiral de la violencia engendra violencia y también confusión: dolor, miedo,
intolerancia, odio, locura. En Porto Alegre, a comienzos de este año, el
argelino Ahmed Ben Bella advirtió: «Este sistema, que ya enloqueció a las vacas,
está enloqueciendo a la gente.» Y los locos, locos de odio, actúan igual que el
poder que los genera.
Un niño de tres años, llamado Luca, comentó en estos días: «El mundo no sabe
dónde está su casa.» Él estaba mirando un mapa. Podía haber estado mirando un
noticiero.
Eduardo Galeano
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