DEL QUE NO SE CASA
Yo me hubiera casado. Antes sí, pero ahora no. ¿Quién
es el audaz que se casa con las cosas como están hoy?
Yo hace ocho años que estoy de novio. No me parece
mal, porque uno antes de casarse "debe conocerse" o conocer al otro,
mejor dicho, que el conocerse uno no tiene importancia y conocer al otro, para
embromarlo, sí vale.
Mi suegra, o mi futura suegra, me mira y gruñe cada
vez que me ve. Y si yo le sonrío me muestra los dientes como un mastín. Cuando
está de buen humor lo que hace es negarme el saludo o hacer que no distingue la
mano que le extiendo al saludarla, y eso que para ver lo que no le importa
tiene una mirada agudísima.
A los dos años de estar de novio, tanto
"ella" como yo nos acordamos que para casarse se necesita empleo, y
si no empleo, cuando menos trabajar con capital propio o ajeno.
Empecé a buscar empleo. Puede calcularse un término
medio de dos años la búsqueda
de empleo. Si tiene suerte, usted se coloca al año y medio, y si anda en la
mala, nunca. A todo esto, mi novia y la madre andaban a la greña. Es curioso:
una, contra usted, y la otra, a su favor, siempre tiran a lo mismo. Mi novia me
decía:
–Vos tenés razón, pero ¿cuándo nos casamos, querido?
Mi suegra, en cambio:
–Usted no tiene razón de protestar, de manera que haga el favor de
decirme cuándo se puede casar.
Yo, miraba. Es extraordinariamente curiosa la
mirada del hombre que está entre una furia amable y otra rabiosa. Se me ocurre
que Carlitos Chaplin nació de la conjunción de dos miradas así. El estaría sentado en un banquito, la suegra por un
lado lo miraba con fobia, por el otro la novia con pasión, y nació Charles, el
de la dolorosa sonrisa torcida.
Le dije a mi suegra (para mí una futura suegra está
en su peor fase durante el noviazgo), sonriendo con melancolía y resignación,
que cuando consiguiera empleo me casaba y un buen día consigo un puesto, ¡qué puesto...! ¡ciento
cincuenta pesos!
Casarse con ciento cincuenta pesos significa nada
menos que ponerse una soga al cuello. Reconocerán ustedes con justísima razón,
aplacé el matrimonio hasta que me ascendieran. Mi novia movió la cabeza
aceptando mis razonamientos (cuando son novias, las mujeres pasan por un
fenómeno curioso, aceptan todos los razonamientos; cuando se casan el fenómeno
se invierte, somos los hombres los que tenemos que aceptar sus razonamientos).
Ella aceptó y yo tuve el orgullo de afirmar que mi novia era inteligente.
Me ascendieron a doscientos pesos. Cierto es que
doscientos pesos son más que ciento cincuenta, pero el día que me ascendieron
descubrí que con un poco de paciencia se podía esperar otro ascenso más, y
pasaron dos años. Mi novia puso cara de "piola", y entonces con gesto
digno de un héroe hice cuentas. Cuentas claras y más largas que las cuentas
griegas que, según me han dicho, eran interminables. Le demostré con el lápiz
en una mano, el catálogo de los muebles en otra y un presupuesto de Longobardi
encima de la mesa, que era imposible todo casorio sin un sueldo mínimo de
trescientos pesos, cuando menos, doscientos cincuenta. Casándose con doscientos
cincuenta había que invitar con masas podridas a los amigos.
Mi futura suegra escupía veneno. Sus ímpetus
llevaban un ritmo mental sumamente curioso, pues oscilaban entre el homicidio
compuesto y el asesinato simple. Al mismo tiempo que me sonreía con las
mandíbulas, me daba puñaladas con los ojos. Yo la miraba con la tierna mirada
de un borracho consuetudinario que espera "morir por su ideal". Mi
novia, pobrecita, inclinaba la cabeza meditando en las broncas intestinas, esas
verdaderas batallas de conceptos forajidos que se largan cuando el damnificado
se encuentra ausente.
Al final se impuso el criterio del aumento. Mi
suegra estuvo una semana en que se moría y no se moría; luego resolvió
martirizar a sus prójimos durante un tiempo más y no se murió. Al contrario,
parecía veinte años más joven que cuando la conociera. Manifestó deseos de
hacer un contrato treintanario por la casa que ocupaba, propósito que me
espeluznó. Dijo algo entre dientes que me sonó a esto: "Le llevaré flores".
Me imagino que su antojo de llevarme flores no llegaría hasta la Chacarita. En
fin, a todas luces mi futura suegra reveló la intención de vivir hasta el día
que me aumentaran el sueldo a mil pesos.
Llegó el otro aumento. Es decir, el aumento de
setenta y cinco pesos.
Mi suegra me dijo en un tono que se podía
conceptuar de irónico si no fuera agresivo y amenazador:
–Supongo que no tendrá intención de esperar otro aumento.
Y cuando le iba a contestar estalló la revolución.
Casarse bajo un régimen revolucionario sería
demostrar hasta la evidencia que se está loco. O cuando menos que se tienen
alteradas las facultades mentales.
Yo no me caso. Hoy se lo he dicho:
–No, señora, no me caso. Esperemos que el gobierno convoque a elecciones
y a que resuelva si se reforma la Constitución o
no. Una vez que el Congreso esté constituido y que todas las instituciones
marchen como deben, yo no pondré ningún
inconveniente al cumplimiento de mis compromisos. Pero hasta tanto el Gobierno
Provisional no entregue el poder al Pueblo Soberano, yo tampoco entregaré mi
libertad. Además que pueden dejarme cesante.
ROBERTO ARLT “Aguafuertes
porteñas”
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