lunes, 2 de julio de 2018

SOLO DE NOCHE - UN CUENTITO DE TERROR


SOLO DE NOCHE
¡Qué susto! ¡Qué espanto!
¡Un cuentito de terror viene llegando!





Leandro tenía mucho miedo de quedarse solo de noche, pero nunca lo hubiera confesado. A los 10 años, se sentía demasiado grande para pedirles a sus padres que se quedaran en casa.
Pero cuando se iban, todo a su alrededor se volvía amenazador. Le parecía ver cosas por el rabillo del ojo. Cuando daba vuelta la cabeza para mirarlas de frente, las cosas desaparecían. Quedarse en su cuarto, sobre todo, le resultaba intolerable. Taparse la cabeza con la frazada era todavía peor: si los monstruos que se imaginaba lo encontraban así, sin que él pudiera verlos llegar, estaría completamente indefenso.
Lo curioso es que, al mismo tiempo, a Leandro le encantaba leer cuentos de terror. Entonces, lo que hacía cuando sus papás salían era sentarse a leer en el living, con todas las luces prendidas, hasta que volvieran. Un día estaba leyendo un cuento que le gustaba y le daba mucha impresión.
Se trataba de un hombre que había entrado en una cabaña perdida en medio del bosque. Pasaba la noche allí y a la mañana descubría que había dos puertas para salir, pero no podía acordarse por cuál de las dos había entrado. Abría una puerta al azar y se encontraba de pronto en otra dimensión.
Un desierto inmenso y horrible se extendía hasta el infinito.
Aquí y allá había unos cactus que se movían lentamente y parecían tener ojos. Una extraña fuerza lo atraía hacia el desierto.
Con un gran esfuerzo de la voluntad, el hombre conseguía resistir esa fuerza y se encontraba otra vez dentro de la cabaña. Pero, una vez más, no sabía cuál de las dos puertas daba al bosque y cuál daba al horror. Y tenía tanto miedo que se quedaba encerrado para siempre en la cabaña.
Leandro levantó la cabeza sobre el libro y miró a su alrededor.
Su casa estaba llena de puertas.
La de la cocina, la del baño, la de su cuarto, la del cuarto de sus padres… Cualquiera de ellas podía conducir a un lugar desconocido y terrible. Varias estaban abiertas. Pero la de la cocina estaba cerrada. Y ahora tenía sed, mucha sed. ¿Se atrevería a abrir la puerta de la cocina? Dudó un momento con la mano sobre el picaporte. Finalmente, abrió de un empujón. Azulejos, microondas, alacenas, cocina, heladera. Todo bien.
Entonces abrió la heladera para sacar una gaseosa y se encontró de golpe en un desierto blanco y frío, infinito. Formas de hielo de extraño diseño se movían hacia él, primero lentamente, después cada vez más rápido. La puerta de la heladera había quedado a sus espaldas. Se volvió hacia allí y trató de correr para volver a la cocina, pero el suelo parecía estar hecho de un barro frío y poroso que se adhería a sus pantuflas. Por suerte la heladera no se había cerrado.
De algún modo logró aferrarse al borde de la puerta y saltar del otro lado, mientras el barro se tragaba sus pantuflas con un desagradable sonido de absorción.
–¡Leandro! ¡Leandro! –la voz de su madre lo despertó– ¡Te quedaste dormido leyendo en el sillón del living!
Era maravilloso volver a ver a sus padres.
–¿Qué te pasó? –preguntó su papá– ¿Otra vez tuviste un mal sueño?
–Pero mirá cómo tenés los pies embarrados… ¿Saliste al jardín sin pantuflas? –preguntó la mamá.
Durante mucho tiempo Leandro se negó a abrir la puerta de la heladera, y se mostraba muy cauteloso con todas las puertas en general. Con el tiempo se le fue pasando el susto y empezó a comportarse más normalmente. Había muchas explicaciones para lo que le había pasado.
Una simple pesadilla, por ejemplo, que lo había hecho caminar en sueños por el jardín. Eso sí: las pantuflas no aparecieron nunca más.
Pero hay tantas maneras de que se pierdan unas pantuflas…
¿O no?

                           Ana María Shua y Paloma Fabrykant







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