martes, 5 de marzo de 2013

CARLOS PENSA



Directamente de fábrica



Estaba sentada en uno de los últimos asientos deseando sólo recordar a Víctor adornado con la ternura de sus fantasías.
Los ruidos del colectivo?
No le importaban, serían una música para su imaginación enamorada. Entornó los ojos sensualmente y volvió a saborear la hermosa tarde de ayer que retornaba en imágenes deliciosas y en las palabras zalameras que él, entre alegrías le dedicaba; la sangre se le puso más intensa y su rostro, esclavo de las emociones, dibujó bienestar.
AGIL, tal vez un poco irreal, como brotado de un hueco del colectivo, apareció el personaje de las ofertas increíbles. De pie, pretenciosamente erguido, se lo veía plástico y movedizo: sin duda en cualquier instante comenzaría a explicar las ventajas de su venta a la que llamaría enfáticamente “un regalo”.
Otro vendedor protestó Ysabel para sí misma, aunque no se quejaba seriamente; ella los admiraba porque hablaban demasiado bien, rápido y con tanto desparpajo que los observaba como si fueran actores callejeros, que además cobraban poco: todo lo que vendían costaba solamente algunos pesos. Siempre los miraba como si esa vez los descubriera.
Se dijo “NO”. Basta de agujas, enchufes, peines o cubiertos repetidos; ella no podía olvidarse que ya todo lo había comprado.
EL HOMBRECILLO se agrandaba mientras con su mirada inquisidora reparaba en cada uno de los pasajeros, sonriendo para que lo vieran agradable. Estaba casi apoyado sobre el asiento del conductor y antes de darle la espalda pidió permiso para comenzar. El chofer lo autorizó con su silencio, mientras pensaba en José María Gatica, el primero en vender chucherías en los ómnibus que corrían entre Avellaneda y la Boca del Riachuelo.
Ahora Ysabel regresaba al accidente del domingo cuando Víctor quiso asegurarle una cerradura con aquel destornillador que compró en el viaje a Morón:
-Directamente de fábrica- así les dijo aquel fullero- hoy les ofrezco este destornillador con un excepcional adaptador para cuatro medidas diferentes. Cuando el vendedor probaba el aparato en el aire podían verse los tornillos saltando por todos lados. Víctor se lastimó las manos y la cerradura continúa fallada. Como lo hacen todos, aquel también decía:
-Todo al increíble precio de mil pesos. Nadie lo llamó, pero él repitió varias veces “un momento, por favor”.
AUN NO había comenzado a exhibir las fabulosas oportunidades y seguramente para crear un clima de mayor expectativa, mantenía su valija cerrada.
Movió sus manos en ademán de recitador efectista, llamó la atención con gestos y movimientos y empezó a decir:
-Señores pasajeros, por gentileza del conductor voy a distraer brevemente la atención de ustedes - Dijo “gracias”, sin que se supiera por qué y se mostró procurando sonreír; paseó su vista por todo el vehículo, mirando con atención las pocas personas que viajaban en ese momento.
No podía olvidar cuántos libros se había llevado por mil pesos y como Ysabel no buscaba excusas tenía tiempo y leía lo que compraba. El de la cría del canario lo explicaba todo perfectamente, recalcando al final de cada capítulo: “en caso de dudas ver al veterinario”. Cuánto le alegraron los mapas; eran tan coloridos y minuciosos que hasta encontró al Japón y se enteró de la ubicación de la enorme isla de Groenlandia: por mil pesos sus sueños pudieron viajar.
“RECONOZCO la oportunidad que gentilmente me brindan y les adelanto que con la inestimable colaboración de ustedes me podré retirar en unos pocos minutos. Los molestaré lo menos posible!”
- HOY no le compro -sentenció Ysabel, pero enseguida agregó, también para sí misma y por si el acaso era favorable, SALVO que sea algo realmente útil y barato. Su memoria le recordaba que tenía tres enchufes con alargues, los portadocumentos múltiples y varias cruces que ya se oxidaron.
EL HOMBRE de las ofertas alzó rápida su mano derecha, la que al aquietarse en el aire mostró un revólver perfectamente empavonado que seguramente costaría más de mil pesos. Algunos pasajeros no le prestaban todavía demasiada atención y preferían el espectáculo cambiante de las calles de ese barrio desolado. Ysabel quería saber que haría con ese artefacto, pues así fuera barato y sirviera de encendedor, a ella que no fumaba para qué le serviría?
Pensó un poco más, quería ser razonable y finalmente se dijo que era muy grande para costar mil pesos.
EL CHARLATÁN, ahora con sus maneras muy endurecidas, rotaba el arma despaciosamente por el lugar, apuntando por momentos al chofer y en otros a los pasajeros. El revólver brillaba impecable atrayendo todas las miradas y dominando las voluntades.
Hablando apurado y remarcando las palabras, ordenó que llenaran su valija que abierta esperaba ser ocupada con el botín.
Cordial, pero enérgico, les aclaró; “de a uno por vez... por favor”.

Carlos Pensa

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