Voces recobradas
en el Abasto
La historia se transmite mediante la preservación de repositorios, en
todos sus niveles. Uno de ellos es la
palabra que se transmite de padre a hijos, de maestros a alumnos, de un
vecino a otro.
No caben dudas que los planes de
estudio hicieron que la escuela se trasformara en
un aparato de anular las voces de los
alumnos, y la misma
voz de los maestros y profesores. La idea de neutralidad, de asepsia, de
objetividad, llevó a las escuelas escenas de aulas científicas y quirúrgicas
muy alejadas de la posibilidad de habilitar un “contame” junto a un “conversemos” o “pensemos”.
La trasmisión oral de una narración
permite un discurso más pegado a la vida, a las vivencias y a la experiencia. También
abriga con naturalidad pensamientos, sentimientos y deseos, lo que supone un
desafío a los modos de transmitir la historia, “son las voces recobradas”, que incorporan al bagaje otra clase de componente, a veces amplio, pero en
otros exiguos de los repositorios clásicos y
científicos.
Cuando de la historia barrial se
trata, estos repositorios son aun más limitados
y entran en el juego del traslado histórico de las narraciones que pasan de
generación en generación y que los repositorios
clásicos no registran.
Por simples o pequeños que sean estos relatos, aportan datos importantes que
permiten elaborar con mayor exactitud el momento que vivió un determinado
sector del barrio, de la ciudad, o de un pueblo chico. Tales
relatos hacen que podamos recrear la
vivencia de una familia, de un vecindario, de la cuadra de nuestra infancia,
olvidada en el tiempo.
En el Abasto vivieron,
transitaron, trabajaron y actuaron miles de personas que dejaron una huella
casi imposible de rescatar a no ser mediante “el relato transmitido”. Ellos, por
simples que parezcan, suman a la historia el tramo, pequeño, mediano o grande
que quedó en la omisión historiográfica.
Son decenas y centenares quienes
pueden dar su aporte al mañana mediante el
relato y la anécdota tal vez intrascendente.
Estas son las “voces recobradas” que se necesitan para armar una
fracción de mayor tamaño que la historia
general.
Tomemos por ejemplo el relato de
dos vecinos que nacieron y murieron en el Abasto, y que alcanzaron a dejar
posiblemente sólo un pequeño pero útil capítulo
de sus vivencias. Ambos colaboraron con PRIMERA PÁGINA durante sus últimos años. Hoy en homenaje a ellos vale reproducir lo
que nos contaban sobre la década del 30, en su Abasto
natal, Enrique Gabriel Santirso y Ricardo Perrone.
“Miguelito del Tambo”, por Enrique G. Santirso
ORDEÑADA EN EL ACTO |
Miguel
Azaro, “Miguelito del Tambo”, como lo llamábamos nosotros, por el
simple hecho de que habitaba el viejo tambo de la calle Zelaya, entre Jean
Jaurés y Anchorena, que había sido de sus padres. Tenía dos hermanos; del mayor
se sabía poco, apenas lo veíamos y eso solo por las noches, de día no salía a
la calle.
El siguiente, Juancito, era un
personaje por demás interesante, una curiosísima simbiosis de niño-hombre; como
chico alegre, juguetón, ingenioso. Bromista incansable. Como hombre era un
taura (guapo, valentón, bravucón), temible
con el cuchillo, susceptible, siempre dispuesto a jugarse la vida por una
pavada.
Miguelito en cambio, era muy
distinto a sus hermanos: afable, contemporizador. Jamás lo vi trenzarse en una
de esas riñas callejeras en las que todos, quien más, quien menos, entrábamos.
Dotado de una fina sensibilidad,
amaba la vida y la amistad. Podría decirse que soñaba con evadirse del sórdido
lugar donde había nacido y alcanzar el Edén
prohibido. Dios, la casualidad o el destino,
vaya uno a saber quién, lo había hecho nacer en la más absoluta pobreza, pero
al mismo tiempo lo había dotado de uno de los dones más envidiables: el amar,
sentir hondamente y poder expresar esas emociones a través de un órgano vocal
incomparable.
Podía hacer gozar, sufrir, reír o
llorar a su apasionado auditorio, porque él mismo gozaba, sufría, reía o
lloraba, cuando nos extasiaba con su canto inolvidable.
La muerte de su ídolo, Carlos
Gardel en 1935 lo derrumbó. De ahí en adelante fue una nave al garete, sin
timón ni chance de llegar a puerto.
Una mujer que lo amaba le brindó techo, ternura y comprensión. Pero ya no
era el mismo. El tabaco y el alcohol habían destruido esa maravilla vocal.
Cuando murió, Miguel Azaro,
“Miguelito el cantor”, había desaparecido mucho antes.
La Garúa
que nació en el Abasto, por Ricardo Perrone
La pluma de Enrique Cadícamo y la música de Aníbal Troilo se congregaron para dar vida a ese hermoso tango que,
como el propio Pichuco, nació en el Abasto.
Entre las
tantas amistades de aquel “gordo” que hizo hablar al bandoneón, se destacaban
en el rioba las de Tito Matarazzo, el Negro Acosta, el Gallito César y un
enfermero del Hospital Fernández, conocido con el apodo
de “Campana” o “Campanita”.
En la década del 30, Campanita se
había ganado en la barra meritorios lauros por su filantrópica dedicación de
asistir a la gente humilde de la barriada –que era
numerosa–, con muestras gratis de medicamentos,
al punto que se hizo acreedor al alias de “Médico de los Pobres”.
Campanita, vaya a saber de buena
tinta por qué razón, se entregó al alcohol,
y cayó en una situación de no retorno. Sufrió en carne propia el hielo de una
fría garúa en pleno invierno, y rodó “como
un descarte, siempre solo, siempre aparte” en una de aquellas salas del
Hospital Fernández, en el mismo hospital en el que trabajó ayudando a salvar
tantas vidas como auxiliar de enfermería.
Olvidado hasta por su propia
esposa, la hermosa mujer que le dio dos hijas, por entonces adolescentes.
Solitario y abandonado, “perdido como un
duende”, “pensando siempre en lo
mismo”, tal vez en su mujer que lo abandonó… “porque aquella con su olvido / hoy le ha abierto una gotera”…, en
sus hijas, en su vida de enfermero de otras épocas…
Llega así al final de sus días
sin que nadie lo vea… “cruzar por la
esquina / sobre la calle, la hilera de focos / lustra el asfalto la luz
mortecina”… Una de las tantas esquinas que tantas veces cruzó para ayudar a
los necesitados del barrio, sin encontrar quien pudiera
ayudarlo en su caída.
El barrio se conmovió con la
noticia de su muerte allá por el año 1942.
Así, por iniciativa de Pichuco, Enrique
Cadícamo le pone letra al drama del amigo que no olvidó. Él compondrá la música y el tano Fiorentino conmocionará con su voz la noche del estreno el 4
de agosto de 1943, en el Tibidabo.
Había
nacido el tango Garúa:
“…Solo
y triste por la acera
va este corazón transido
con tristeza de tapera.
Sintiendo tu hielo,
porque aquella, con su olvido,
hoy le ha abierto una gotera…”
va este corazón transido
con tristeza de tapera.
Sintiendo tu hielo,
porque aquella, con su olvido,
hoy le ha abierto una gotera…”
Estos relatos de
nuestros vecinos del Abasto resumen un
conjunto de situaciones que, no cabe duda, aportan valiosos
datos que contribuyen a develar la rica historia de un cacho del barrio
de Balvanera, que compone el entorno del Abasto.
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