“El organito” nació y
murió en Balvanera
Dos historias de
vida: José y Miguel Rinaldi y Héctor Manuel Salvo (“Manú Balero”)
El primer y el último
organito de Buenos Aires
“El organito” marcó
la historia musical de los porteños durante décadas, hasta que al desaparecer,
cambió también aquella historia, y con él se perdió el encanto de una época,
que se retiró “al paso tardo…”, como lo recalcó
en su poema José González
Castillo, al que Cátulo le puso música:
“… de un pobre viejo
puebla de notas el arrabal
con un concierto de vidrios rotos
el organito crepuscular…”
Muchos se adjudican haber sido los primeros fabricantes
nacionales de organitos, aunque tal vez los más importantes, por su
trayectoria, fueron los hermanos Rinaldi, que se establecieron en la calle Ombú
(hoy Pasteur) 760, allá por el año 1889.
Otros fabricantes locales por esa época fueron: Turconi y
Faranelli, de Rodríguez Peña 405; Secatelli, de Paraná 232, y Pascual y Miguel
La Salvia, de Lorea (hoy Sáenz Peña) 186, que hacían un tipo de organito de
reducido tamaño, con un sonido aflautado que permitía interpretar sólo una
parte de la composición. Uno de estos fue el utilizado por Héctor Manuel Salvo
“Manú”, conocido también como “El último organito”, quien residió hasta su
muerte en Balvanera, en un modesto departamento de Pichincha y México.
interior de un organito |
Un poco de historia
Ya en tiempos de Rosas circularon algunos organitos (importados)
a los que hace referencia más tarde, en 1872,
José Hernández en su Martín Fierro, en los versos:
“Allí un gringo con un órgano
y una mona que bailaba
haciéndonos reír estaba
cuando le tocó el arreo
¡tan grande el gringo y tan feo
lo viera como lloraba”.
Durante la cruenta guerra “de la triple infamia” contra el Paraguay, Bartolomé Mitre incorpora a los organilleros como juglares para
acompañar a la tropa y amenizar las largas y tristes noches en los campamentos.
Juan José Sebreli
(en “Buenos Aires vida cotidiana y alienación”),
es capaz de leer en el pergamino social y cultural los signos inequívocos de la
ciudad y de las ciudades: la Buenos Aires mítica, legendaria, la pobre Buenos
Aires en pos de un cambio que le devuelva su prestancia civil y urbana, su
orgullosa estampa prestada de ciudad europea en medio de un destino o una
tragedia propia, digna de América latina.
Así “El organito” pasó a ser parte de “nuestra”
idiosincrasia, propia, de una naturaleza independiente, desanclada de la tutela
europeísta que nos marcó por siglos.
El órgano ya se conocía en la Edad Media, y aún antes, en
los antiguos imperios griego y romano. El “organito”, como hijo menor del
órgano y familiar próximo del piano, fue introducido en Buenos Aires por
inmigrantes italianos, principalmente piamonteses y saboyardos. También
entraron al país procedentes de Francia,
Alemania y Polonia, pero fueron los napolitanos quienes más se interesaron por
este pintoresco, expresivo y popularísimo instrumento.
José y Miguel Rinaldi
ingresaron al país procedentes de Nápoles en 1880. Eran los nietos del
organista de la iglesia de Casteluccio Superior, en Potenza, provincia de la
Basilicata.
A sus comienzos instalaron su fábrica en la calle Azcuénaga,
y luego en Ombú 760 (hoy Pasteur), allá por el año 1889. El negocio se presentó
bajo el nombre Rinaldi Hnos. En su frente lucía un amplio portón de casi tres
metros de ancho, que permitía el acceso de las chatas hasta el final de la casa
para la carga y descarga de los instrumentos más grandes, fueran éstos para la
venta o reparación.
La finca, que a su vez era domicilio de los Rinaldi, contaba
con zaguán, sala y dormitorios, además de un importante taller y otras
habitaciones destinadas al armado y lustrado a mano de los gabinetes, que como
detalle lucían terminaciones de vistosos fileteados.
Existían diferentes tamaños de organitos. Los denominados
“pianos manubrio”, los más pequeños, se colgaban a la espalda sujetos con dos
correas; los medianos se cargaban en un carro impulsado manualmente o por un
caballo, o con grandes ruedas para sortear el escabroso terreno del Buenos
Aires de entonces. Los de mayor volumen eran instalados en lugares fijos, como
cafés y prostíbulos.
En la fábrica familiar trabajaban además de los dos hermanos
una hermana, una tía, la esposa de Miguel, Rosa de Cunto, un carpintero y un
peón.
Rosa confeccionaba los vestidos de las muñecas en seda o
fino raso, las que dentro de un tubo de vidrio se colocaban a cada extremo de
los organitos más grandes, donde bailaban, mediante un eje conectado y
sincronizado al cilindro del que emanaba la música.
La producción mensual era de cinco o seis unidades de
distintos tamaños, los que además de estar destinados a la ciudad se vendían en
varias provincias, como Buenos Aires, Corrientes, Entre Ríos y La Pampa, entre
otras.
José, que era ebanista, se encargaba de los gabinetes, y
Miguel por su lado se ocupaba de la confección de los “cilindros” –el corazón
del organito–, que eran unos tubos huecos en los que se grababa la composición
con clavitos sin cabeza muy especiales, importados de Novara (Piamonte), cada
uno de los cuales representaba una nota o un silencio musical. En la parte
superior de la caja se encontraban los martillos y las cuerdas, de modo que al
hacer girar el cilindro por medio de la manija se producían los sonidos. Los
cilindros más grandes contenían hasta doce piezas y los más pequeños seis, pudiéndose
a su vez cambiar los cilindros como si fueran discos. Esta compleja tarea era
prolijamente revisada para corroborar la perfecta sincronización de la
partitura, corrigiéndola o cambiándola cuantas veces fuera necesario a fin de
evitar cualquier destiempo, hasta que quedara perfectamente a punto.
A espaldas del organillero, o
en carritos, los pintorescos instrumentos se fueron diseminando por Buenos
Aires, moliendo música por las callecitas de tierra o por las empedradas, a
través de las cuales también circulaban los tranvías a caballo de empresas como
La Gran Nacional, La Capital o La Metropolitana. Lamentablemente, con el
tiempo, el organito fue expulsado del centro hacia los arrabales y suburbios.
Su repertorio variaba entre canciones de época, zarzuelas,
valses, polcas, pasodobles, marchas de óperas,
tarantelas y por supuesto, tangos; hasta había cilindros exclusivos de tangos.
Miguel Rinaldi a su vez incursionó como compositor con el
vals El Picaflor y la marcha de Las dos Rosas, dedicada a su esposa.
Cuando un comprador con alguna afección física que pensaba
dedicarse al organito como medio de vida llegaba a la casa de los Rinaldi,
éstos le entregaban el instrumento a cambio tan sólo de la palabra y la buena
fe, y en una especie de libreta de almacén anotaban las entregas parciales de
dinero del comprador, para ir amortizando la deuda.
También había quienes especulaban comprando varios organitos
que alquilaban a terceros para obtener una renta, así como hoy se hace con los
taxis.
Los Rinaldi continuaron con la fabricación de los
instrumentos hasta 1921, después sólo se dedicaron a la reparación durante tres
años más. Miguel falleció el 30 de mayo de 1930 a los 63 años, dejando a su
esposa y ocho hijos, entre ellos a Atilio, quien nos brindó jugosa información
de la actividad de su padre y su tío, y en
general del negocio de los Rinaldi, pioneros del organito en el barrio de
Balvanera.
Manú: “El último
organito”
Manú y su organito con sus cotorritas de la suerte |
En una entrevista personal del Periódico Primera Página realizada con Manú, en un modesto departamento de la calle Pichincha y México
poco antes de su muerte, nos enteraríamos de
otros aspectos y secretos del organito, que desparecería definitivamente de
Buenos Aires junto con la desaparición física de “Manú”. Nos contó que los
organilleros llegaron a nuestras costas de la lejana Nápoles, allá por el año
1860, con sus instrumentos a cuestas y con el proyecto de “Hacer la América” y
retornar a su tierra, a la que la mayoría de ellos nunca
lograron volver a ver.
El cocoliche, con su
descuidado atuendo y la falta del dominio del idioma, recorrerá el arrabal con
su organito, tratando de recaudar las monedas que le permitan subsistir. Sin
embargo, el hombre de la manivela recogía escasas monedas, por lo que nace la
tarjetita y la cotorrita de la suerte, que recoge el tango de la mano de José De
Grandis y Alfredo
De Franco:
“Pasa un hombre quien pregona:
¡Cotorrita de la suerte
augura la vida o muerte!
¿Quieren la suerte probar?”
La cotorrita, además, era un
enorme atractivo para los pibes que con sus gritos anticipaban su llegada al
barrio.
Manú Balero era
nieto de calabreses y asturianos, y vio la luz en este mundo en el barrio de
Villa Crespo, muy cerca de la casa paterna del querido maestro Osvaldo Pugliese.
Realizó los más diversos trabajos y llegó a representar al organillero de la
pieza homónima de Armando Discépolo. El destino de Manú no fue otro que el de
recorrer igualmente las calles de Buenos Aires como juglar, acompañado de su
viejo instrumento del año 1884. Separado de su esposa, por no compartir con él
su gusto por la vida bohemia, y después de criar seis hijos y llegar a tener
doce nietos y dos bisnietos, se quedó compartiendo un modesto departamento con
sus dos cotorras, “Teresita y Consuelo”, una de 15 y otra de 4 años, las que le
costaron mucho trabajo adiestrar. Estas simpáticas aves le brindaron también la
satisfacción de haber trabajado en la película El sueño de los héroes de
Sergio Renán.
Manú y su organito en plena calle Florida |
Manú recorrió el país y viajó a los EE.UU., Paraguay y Uruguay.
El último organillero morirá en el Hospital de Clínicas, el 11 de septiembre de
1998 tras una insuficiencia respiratoria severa, a los pocos meses de esta
amena charla, realizada en diciembre de 1997. Entre tantas anécdotas y
recuerdos nos dejó también unas palabras como reflexión: “Si cada uno aportara algo para preservar nuestras tradiciones, cuánto
no se hubiera perdido de ellas”. Otra vez Manzi lo recuerda, en su vasta obra:
“Saludarán su ausencia las novias encerradas
abriendo las persianas detrás de su canción
y el último organito se perderá en la nada
y el alma del suburbio se quedará sin voz.”
Con la partida de Manú Balero, desapareció también el “Último Organito
de Buenos Aires”, sin embargo subsistirá para
siempre inmortalizado en la memoria desde diferentes expresiones artísticas. En
el tango, con las páginas de Organito de la tarde (1924), de José
González Castillo y Cátulo Castillo; Cotorrita de la suerte (1927), de De
Grandis y De Franco y El último organito (1948), de Homero
y Acho Manzi. En el cine con El organito de la tarde, de José
Agustín Ferreira y en teatro con El último organito, de Armando
Discépolo.
Existe además un Museo
del Organito, creado para perdurar su existencia, por un hijo de otro
fabricante de organitos, La Salvia.
Miguel Eugenio
Germino
Fuentes:
-Horat, Jorge J., La
Fábrica de Organitos de la familia Rinaldi, Trabajo editado por la
Defensoría del Pueblo de Bs. As.
-Sebrelli, Juan José, Bs.
As. vida cotidiana y alienación,
Sudamericana, 1964
-Testimonio oral de Atilio Rinaldi (hijo de Miguel) en 1995.
-Testimonio oral de Héctor Manuel Salvo (Manú) en diciembre
de 1997.
-Periódico Primera Página nº 25, noviembre de 1995.
-Periódico Primera Página nº 49, enero-febrero de 1998.
-http://www.todotango.com.ar/spanish/biblioteca/cronicas/organitos
HTM
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