domingo, 1 de marzo de 2020

EL TURQUITO DEL BARRIO DE BOEDO


 Una estampa antigua del barrio


     
Cine El Nilo, luego Hogar Croata, y por último Casa Rodó de electrodomésticos. Más a la derecha la tradicional confitería "La Bomboniere" -- Agradecemos la foto a Mario Bellocchio del periódico “Desde Boedo”


El barrio de Boedo, allá por la década del ´40, desde Independencia al sur se denominaba “Almagro 6º”, para distinguirlo de “Almagro 7º” hacia el norte. Era un barrio bien proletario, de casas bajas, calles adoquinadas y escasos comercios por fuera de las avenidas centrales Boedo o San Juan.
Había sido cuna del Grupo literario de Boedo, del que participaban: Castelnuovo, Barleta, Mariani y Álvaro Yunque, entre muchos otros escritores de vanguardia durante la década del ‘20. Tradicionalmente, la historiografía cultural argentina lo opuso al Grupo Florida. Recibió ese nombre porque uno de sus puntos de confluencia era la Editorial Claridad, ubicada en la calle Boedo 837, y el Café El Japonés en Boedo 873. El grupo se caracterizó por su temática social, sus ideas de izquierda, vinculado con los sectores populares y en especial con el movimiento obrero.
Cuna de poetas como Homero Manzi, González Castillo y Sebastián Piana, entre muchos otros que le dieron identidad al barrio. También era un barrio de cines, como El Nilo, Cuyo, Moderno (la piojera), Select Boedo (antes Alegría), y Los Andes, además del Teatro Boedo.
 Era el barrio donde se asentó por muchos años “El Gasómetro”, la cancha de San Lorenzo, hacia la avenida La Plata, hoy en vías de recuperación.
En la zona del barrio de Castro Barros y Constitución, donde yo vivía, había escasos comercios, la panadería, dos almacenes, la carnicería, Eugenio, el carbonero, de la barranquita de Constitución y Colombres, el barcito de la esquina de Castro, el boliche de “la Rusa” de ramos generales (baldes, algo de librería y otras chucherías), el zapatero, con su boca llena de semillitas (clavitos) y Salvador, el soldador, que emparchaba las cacerolas picadas por el óxido y el uso intensivo.
Por entonces proliferaba la venta domiciliaria, el verdulero y frutero con un carrito tirado por un caballo y otras veces a mano; el pescador con dos grandes canastas colgando de una vara gruesa cargada de sus espaldas, con pescado refrescado con hielo y tapado con una bolsa de arpillera; el helero en verano que vendía el hielo en trozos pequeños para las reducidas heladeras de entonces y el lechero, con su pintoresco carrito cargado de cántaros.
 Existía también el llamado “turquito” de ascendencia árabe, que no era turco ya que por entonces todos los inmigrantes habían venido de una zona dominada por el imperio otomano, aunque eran sirios, libaneses y otros países.
Cargaba dos bolsones con ropa de cama que vendía a plazo al vecindario y anotaba en una tarjeta amarilla que quedaba en poder del comprador. Por entonces mi viejo trabajaba en el correo, y mi madre cuidaba de los hijos y de los quehaceres mal llamados domésticos. Cosa que se repetía en la mayoría de las familias del lugar.
Ellas eran las candidatas a la compra, en muchos casos a escondidas del esposo, ya que la ropa de cama era de poca incumbencia de los maridos.
Al mes siguiente regresaba el turquito con su bagaje a cobrar las cuotas y tratar de realizar nuevas ventas. Recuerdo que siempre tenía éxito, ya que la mujer de la casa era poco propensa a realizar compras fuera del pequeño círculo barrial.
Así el turquito, casa por casa y con la santa paciencia hacía su clientela “un tanto cautiva” a precios nada bajos, pero a plazos, lo que garantizaba su éxito. Recuerdo que anotaba las cuotas pagadas y las nuevas ventas en la tarjeta amarilla.
No existía entonces el riesgo de la morosidad, ya que la gente de entonces carecía de la “picardía” de hoy, inclusive era una situación vergonzante y mal vista.
Una de sus clientas era mi vieja, de escasa indumentaria “blanca” de allí el nombre popularizado para el rubro, ropa de cama, ya que era el color blanco el único existente en la época.
Nosotros los pibes siempre ocupados en el “picadito” diario de la tarde después del cole, en la calle sobre el adoquinado con dos arcos, que marcaban dos árboles de la vereda opuesta.
La pelota comprada con la juntada de monedas en lo de “la Rusa” cada dos por tres “se colgaba” en uno de los escasos techos más altos inaccesibles, así le asegurábamos la venta semanal de la pelota de goma “pulpo” del tamaño a que alcanzara la colecta.
Recuerdo que los pibes nos acoplábamos al coche de la confitería “La Bomboniere”, vecina al cine Nilo. Uno de los dueños de la confitería vivía en nuestra cuadra, el repartidor Nicolita (todo un personaje), nos llevaba para ayudar a repartir los pedidos y compartir “la propina”.
Las chicas un tanto más recatadas observaban desde algún umbral, sin intervenir.
La escena barrial marcaba los roles machistas de aquella época tanto para los chicos como para los adultos.
Por las tardes-noches era el turno del juego de las escondidas y otros, mientras la familia tomaba fresco (en verano) en la puerta de la casa chorizo, de varios patios y piezas alineadas, al fondo de la cual estaba el infaltable gallinero y la higuera.
Así transcurría la vida chata de un barrio chato, conocido entonces como Almagro 6º que más tarde se llamaría Boedo, uno de los 48 barrios de la Ciudad de Buenos Aires, delimitado por la avenida Independencia, Sánchez de Loria, avenida Caseros y avenida La Plata.

                                                  
                                                         Eugenio Rivera





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