(Cuento)
Antón Chéjov (1860-1904)
El gallardo alguacil Iván
Dmitrievitch Tcherviakof se hallaba en la segunda fila de butacas y veía a
través de los gemelos Las Campanas de Corneville. Miraba y se sentía del
todo feliz…, cuando, de repente… –en los
cuentos ocurre muy a menudo el “de repente”; los autores tienen razón: la vida
está llena de improvisos–, de repente su
cara se contrajo, guiñó los ojos, su respiración se detuvo…, apartó los gemelos
de los ojos, bajó la cabeza y… ¡pchi!, estornudó. Como usted sabe, todo esto no
está vedado a nadie en ningún lugar.
Los aldeanos, los jefes de
Policía y hasta los consejeros de Estado estornudan a veces. Todos estornudan…,
a consecuencia de lo cual Tcherviakof no hubo de turbarse; secó su cara con el
pañuelo y, como persona amable que es, miró en derredor suyo, para enterarse de
si había molestado a alguien con su estornudo. Pero entonces no tuvo más
remedio que turbarse. Vio que un viejecito, sentado en la primera fila, delante
de él, se limpiaba cuidadosamente el cuello y la calva con su guante y
murmuraba algo. En aquel viejecito, Tcherviakof reconoció al consejero del
Estado Brischalof, que servía en el Ministerio de Comunicaciones.
–Le he salpicado
probablemente –pensó Tcherviakof–; no es mi jefe; pero de todos modos resulta un
fastidio…; hay que excusarse.
Tcherviakof tosió, se echó
hacia delante y cuchicheó en la oreja del consejero:
–Dispénseme, excelencia, le
he salpicado…; fue involuntariamente…
–No es nada…, no es nada…
–¡Por amor de Dios!
Dispénseme. Es que yo…; yo no me lo esperaba…
–Esté usted quieto. ¡Déjeme
escuchar!
Tcherviakof, avergonzado,
sonrió ingenuamente y fijó sus miradas en la escena. Miraba; pero no sentía ya
la misma felicidad: estaba molesto e intranquilo. En el entreacto se acercó a
Brischalof, se paseó un ratito al lado suyo y, por fin, dominando su timidez,
murmuró:
–Excelencia, le he salpicado…
Hágame el favor de perdonarme… Fue involuntariamente.
–¡No siga usted! Lo he
olvidado, y usted siempre vuelve a lo mismo –contestó su excelencia moviendo con impaciencia los hombros.
“Lo ha olvidado; mas en sus
ojos se lee la molestia –pensó
Tcherviakof mirando al general con desconfianza–; no quiere ni hablarme… Hay que explicarle que fue involuntariamente…,
que es la ley de la Naturaleza; si no, pensará que lo hice a propósito, que
escupí. ¡Si no lo piensa ahora, lo puede pensar algún día!…”.
Al volver a casa, Tcherviakof
refirió a su mujer su descortesía. Más le pareció que su esposa tomó el
acontecimiento con demasiada ligereza; desde luego, ella se asustó; pero cuando
supo que Brischalof no era su jefe, se calmó y dijo:
–Lo mejor es que vayas a
presentarle tus excusas; si no, puede pensar que no conoces el trato social.
–¡Precisamente! Yo le pedí
perdón; pero lo acogió de un modo tan extraño…; no dijo ni una palabra
razonable…; es que, en realidad, no había ni tiempo para ello.
Al día siguiente, Tcherviakof
vistió su nuevo uniforme, se cortó el pelo y se fue a casa de Brischalof a
disculparse de lo ocurrido. Entrando en la sala de espera, vio muchos
solicitantes y al propio consejero que personalmente recibía las peticiones.
Después de haber interrogado a varios de los visitantes, se acercó a
Tcherviakof.
–Usted recordará, excelencia,
que ayer en el teatro de la Arcadia… –así
empezó su relación el alguacil–yo
estornudé y le salpiqué involuntariamente. Dispen…
–¡Qué sandez!… ¡Esto es
increíble!… ¿Qué desea usted?
Y dicho esto, el consejero se
volvió hacia la persona siguiente.
“¡No quiere hablarme! –pensó Tcherviakof palideciendo–. Es señal de que está enfadado… Esto no puede quedar
así…; tengo que explicarle…”.
Cuando el general acabó su
recepción y pasó a su gabinete, Tcherviakof se adelantó otra vez y balbuceó:
–¡Excelencia! Me atrevo a
molestarle otra vez; crea usted que me arrepiento infinito… No lo hice adrede;
usted mismo lo comprenderá…
El consejero torció el gesto
y con impaciencia añadió:
–¡Me parece que usted se
burla de mí, señor mío!
Y con estas palabras
desapareció detrás de la puerta.
“Burlarme yo? –pensó Tcherviakof, completamente aturdido–. ¿Dónde está la burla? ¡Con su consejero del Estado;
no lo comprende aún! Si lo toma así, no pediré más excusas a este fanfarrón.
¡Que el demonio se lo lleve! Le escribiré una carta, pero yo mismo no iré más! ¡Le
juro que no iré a su casa!”.
A tales reflexiones se
entregaba tornando a su casa. Pero, a pesar de su decisión, no le escribió
carta alguna al consejero. Por más que lo pensaba, no lograba redactarla a su
satisfacción, y al otro día juzgó que tenía que ir personalmente de nuevo a
darle explicaciones.
–Ayer vine a molestarle a
vuecencia –balbuceó mientras el consejero
dirigía hacia él una mirada interrogativa–;
ayer vine, no en son de burla, como lo quiso vuecencia suponer. Me excusé
porque estornudando hube de salpicarle… No fue por burla, créame… Y, además,
¿qué derecho tengo yo a burlarme de vuecencia? Si nos vamos a burlar todos, los
unos de los otros, no habrá ningún respeto a las personas de consideración… No
habrá…
–¡Fuera! ¡Vete ya! –gritó el consejero temblando de ira.
–¿Qué significa eso? –murmuró Tcherviakof inmóvil de terror.
–¡Fuera! ¡Te digo que te
vayas! –repitió el consejero, pataleando
de ira.
Tcherviakof sintió como si en
el vientre algo se le estremeciera. Sin ver ni entender, retrocedió hasta la
puerta, salió a la calle y volvió lentamente a su casa… Entrando, pasó
maquinalmente a su cuarto, se acostó en el sofá, sin quitarse el uniforme, y…
murió.
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