Los padres de Esther habían viajado por trabajo a Holanda, y
sus únicas dos hijas se quedaron solas en la casa. En ese entonces Esther había
cumplido catorce y su hermana, Amber, veinte. Su hogar era una cabaña humilde y
pequeña frente a la playa. Cuando eran menores, las hermanas solían ir a la
playa a divertirse, sobre todo cuando se cortaba la luz en la casa, lo que
sucedía muy seguido. Eso les complicaba el uso de su nuevo teléfono fijo con
fax y les inhabilitaba la comunicación con sus padres. Por lo menos una vez al
mes la electricidad se detenía en algún sitio del largo cable que conducía
desde la ciudad, hasta su solitaria cabaña.
Esther y su hermana habían discutido en la merienda sobre la
fecha en la que regresarían sus padres, e hicieron una apuesta para ver quién
estaba en lo correcto. Amber propuso que llamarían a sus padres y preguntarían
cuándo iban a volver. La que acertaba, o tenía una predicción similar, quedaría
al mando el día siguiente. Por otro lado, la perdedora debía lavar los utensilios
de cocina utilizados por tres días. Esther, a pesar de ser la menor, era un
poco más responsable que su hermana, pero aceptó ya que no quería dormirse
tarde a causa de lavar utensilios. “19 de agosto”, “1 de septiembre”, apostaron
las hermanas. Amber, confiada, llamó a sus padres. Tuvieron una breve
conversación y Esther por fin oyó el “adiós” que confirmaría el resultado de la
apuesta. Entonces Amber dijo que volverían el 30 de agosto, y, aunque ninguna
acertó, ella estaba más cerca. Esther se quejó un poco y fue a la cocina.
Comenzó a lavar los cubiertos. Todo iba bien hasta que la débil bombilla de luz
parpadeó rápido. Luego otra vez, y otra. Esther se sobresaltó, y de repente se
cortó la luz. El último ruido humano que se escuchó esa noche fue la queja de
Amber por no tener señal de teléfono. Esther estaba callada y seguía lavando a
oscuras. Como ya no reconocía cada parte de la cocina abrió el tercer cajón y
sacó una vela. La encendió y siguió lavando. Sentía fastidio con su hermana,
algo de temor y mucho frío. El frío era otro problema, las maderas con la que
se había construido la cabaña tenían un mínimo espacio entre ellas y entraba
mucho viento. Además, al vivir en la playa, el invierno era como un glaciar
para la familia.
LA CASITA EN LA PLAYA
Se escuchaban rugidos del aire afuera. También se oían
silbidos producidos por el viento, y, mayormente, un misterioso silencio.
Esther era algo miedosa, pero también sabía cómo ocultar sus emociones. A
diferencia de su hermana, que probablemente no le importó el corte de luz y ya
estaba dormida. El fuego de la vela, se balanceaba de un lado a otro cada vez
que el viento visitaba la cabaña. Esther se contenía lo más que podía, hasta
que vio de reojo una sombra dentro del pequeño rayo de luz que salía de la
vela. Esta sombra parecía humana, pero no era humana, también podía lucir como
un animal, pero no. Era simplemente nada. Una sombra increíblemente
inexplicable. Esther se volteó para ver qué ser reflejaba semejante sombra.
Pero cuando lo hizo, la sombra había desaparecido, y, para colmo, se apagó el
fuego de la vela. En ese instante Esther escuchó un timbre. Eso provocó mucho
miedo en ella, pero al poco tiempo reconoció el ruido de su propio teléfono
fijo. Se calmó hasta que pensó “¿¿El teléfono no funciona con electricidad?? Pues,
es imposible, la luz se cortó en toda la casa… ¿cierto?” y justo cuando estaba
terminando la frase, la lamparita parpadeó una vez más y se prendió. Un alivio.
Esther terminó de lavar y rápidamente corrió a su
habitación. Se quedó pensando en la sombra, el teléfono, la luz… hasta que
volvió a sonar el teléfono. Esther se preguntó quién llamaría a las dos y media
de la mañana. Estaba a punto de ir, hasta que pensó que ya había tenido
demasiado miedo esa noche, pensó que mejor lo atendería acompañada de la luz
del día si volvía a llamar.
6º grado Escuela Vera Peñaloza
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