RECUERDOS
Somos esa generación que no regresará.
Crecimos con los zapatos llenos de polvo, las rodillas raspadas y el corazón apurado,
sino para terminar la merienda y salir corriendo a la calle — donde lo único importante era un balón y unos amigos.
Éramos los que volvíamos caminando del colegio,
hablando en voz alta o soñando en silencio,
con la mente ya en el próximo juego, en la siguiente aventura,
entre un agujero en la arena y un secreto susurrado tras una esquina.
Un palo podía ser una espada,
un charco se volvía un mar por conquistar.
Nuestros tesoros eran canicas, cromos, barquitos de papel.
Y el cielo, nuestro único límite.
No teníamos copias de seguridad, solo recuerdos en la mente y en los carretes fotográficos.
Las fotos se tocaban, se olían, se guardaban en cajones —
junto a cartas escritas a mano,
postales de los abuelos,
y dibujos de colores que los padres guardaban como joyas.
Llamábamos “mamá” a quien curaba nuestras fiebres,
y “papá” a quien nos enseñó a andar en bicicleta.
No hacía falta más.
Por las noches, bajo las mantas,
hablábamos bajito con el hermano en la cama de al lado,
riendo por tonterías,
con miedo de que algún adulto escuchara y apagara ese pequeño mundo de complicidad.
Esa generación se está yendo, poco a poco,
como una fotografía que pierde color,
pero que nadie quiere tirar.
Nos alejamos en silencio, llevando una maleta invisible:
el eco de las risas en la calle,
el olor del pan recién hecho,
las carreras sin sentido
y esa libertad que no conocía notificaciones.
Crecimos con los zapatos llenos de polvo, las rodillas raspadas y el corazón apurado,
sino para terminar la merienda y salir corriendo a la calle — donde lo único importante era un balón y unos amigos.
Éramos los que volvíamos caminando del colegio,
hablando en voz alta o soñando en silencio,
con la mente ya en el próximo juego, en la siguiente aventura,
entre un agujero en la arena y un secreto susurrado tras una esquina.
Un palo podía ser una espada,
un charco se volvía un mar por conquistar.
Nuestros tesoros eran canicas, cromos, barquitos de papel.
Y el cielo, nuestro único límite.
No teníamos copias de seguridad, solo recuerdos en la mente y en los carretes fotográficos.
Las fotos se tocaban, se olían, se guardaban en cajones —
junto a cartas escritas a mano,
postales de los abuelos,
y dibujos de colores que los padres guardaban como joyas.
Llamábamos “mamá” a quien curaba nuestras fiebres,
y “papá” a quien nos enseñó a andar en bicicleta.
No hacía falta más.
Por las noches, bajo las mantas,
hablábamos bajito con el hermano en la cama de al lado,
riendo por tonterías,
con miedo de que algún adulto escuchara y apagara ese pequeño mundo de complicidad.
Esa generación se está yendo, poco a poco,
como una fotografía que pierde color,
pero que nadie quiere tirar.
Nos alejamos en silencio, llevando una maleta invisible:
el eco de las risas en la calle,
el olor del pan recién hecho,
las carreras sin sentido
y esa libertad que no conocía notificaciones.
Fuimos niños cuando aún se podía serlo.
Y tal vez, esa sea nuestra mayor fortuna.
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