DOS CUENTOS – DOS ÉPOCAS
EL HÉROE
Madre,
figúrate que vamos de viaje, que atravesamos un país extraño y peligroso.
Yo
monto un caballo rubio al lado de tu palanquín.
El
sol se pone; anochece. El desierto de Joradoghi, gris y desolado, se extiende
ante nosotros.
El
miedo se apodera de ti y piensas: “¿Dónde
estamos?”.
Pero
yo te digo: “No temas, madre”.
La
tierra está erizada de cardos y la cruza un estrecho sendero.
Todos
los rebaños han vuelto ya a los establos de los pueblos y en la vasta extensión
no se ve ningún ser viviente.
La
oscuridad crece, el campo y el cielo se borran y ya no podemos distinguir
nuestro camino.
De
pronto, me llamas y me dices al oído: “¿Qué es
aquella luz, allí, junto a la orilla?”. Se oye
entonces un terrible alarido y las sombras se acercan corriendo hacia nosotros.
Tú
te acurrucas en tu palanquín e invocas a los dioses.
Los
portadores, temblando de espanto, se esconden en las zarzas.
Pero
yo te grito: “¡No tengas miedo, madre, que yo
estoy aquí!”. Armados con largos bastones, los
cabellos al viento, los bandidos se acercan.
Yo
les advierto: “¡Deténganse, malvados! ¡Un paso
más y son muertos!”.
Sus
alaridos arrecian y se lanzan sobre nosotros.
Tú
coges mis manos y me dices: “¡Hijo mío, te lo
suplico, escapa de ellos!”.
Y
yo contesto: “Madre, vas a ver lo que hago”.
Entonces
espoleo a mi caballo y lo lanzo al galope. Mi espada y mi escudo entrechocan
ruidosamente.
La
lucha es tan terrible, madre, que morirías de terror si pudieras verla desde tu
palanquín.
Muchos
huyen, muchos más son despedazados.
Tú,
inmóvil y sola, piensas sin duda: “Mi hijo habrá
muerto ya”.
Pero
yo llego, bañado en sangre, y te digo: “Madre,
la lucha ha terminado”.
Tú
desciendes del palanquín, me besas, y estrechándome contra tu corazón me dices:
“¿Qué habría sido de mí si mi hijo no me hubiera
escoltado?”.
Cada
día suceden mil cosas inútiles. ¿Por qué no ha de ser posible que ocurra una
aventura semejante? Sería como un cuento de los libros.
Mi
hermano diría: “¿Es posible? ¡Siempre lo tuve
por tan poca cosa!”.
Y
la gente del pueblo proclamaría: “¡Qué suerte la
de la madre al tener a su hijo a su lado!”.
Rabindranath
T. Tagore (siglo XIX)
EL OTRO YO
Se trataba de un muchacho
corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía
ruido cuando comía, se metía los dedos a la nariz, roncaba en la siesta, se
llamaba Armando Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.
El Otro Yo usaba cierta
poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se
emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le
hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era
melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su
deseo.
Una tarde Armando llegó
cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los
pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se
durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer
momento, el muchacho no supo qué hacer, pero después
se rehízo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la
mañana siguiente se había suicidado.
Al principio la muerte del
Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora
sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.
Sólo llevaba cinco días de
luto, cuando salió la calle con el propósito de lucir su nueva y completa
vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le llenó de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas.
Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para
peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: “Pobre Armando. Y
pensar que parecía tan fuerte y saludable”.
El muchacho no tuvo más
remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón
un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica
melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.
Mario Benedetti (siglo XX)
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