Era un día distinto,
diferente, lo había sentido desde que abrió sus ojos esa mañana. Se levantó
decidida como presintiendo algo. Buscó y encontró publicado el aviso de venta
del departamento de sus sueños, el cual se encontraba en un antiguo y reciclado
edificio de la calle Mario Bravo.Desde muy jovencita su sueño había sido
retirarse y pasar sus días entre pinceles y colores, ya con sus hijos casados y
su marido fallecido, hace más de cinco años, tomó la decisión y llamó al
celular que figuraba en la publicación. Atendió un amable señor con quien
arregló una visita para ese mismo sábado a las once horas.
Era una fría mañana de julio
y al asomarse a su diminuto balcón sintió que el rocío caía sobra la ciudad
como un manto de seda humedeciendo los árboles que resistían un invierno más.
Buscando manejar a la
perfección el tiempo, y antes de helarse, se sirvió un café con leche bien
caliente y un par de tostadas de pan francés. Se sentó en el sofá observando
aquél pequeño calefactor portátil que apenas le calentaba las manos. Pese a los
alegres momentos vividos en la casa con su familia y lo acostumbrada que estaba
a su geografía, se sentía animada con la idea de mudarse a un lugar más amplio,
donde tuviera lugar para expandir su amor por la pintura.
Tras estar abstraída en su
última obra, donde los colores pastosos y ese misterioso muro carcomido por el
tiempo era la viva imagen de la desolación, pero también le era tan real que
sentía el aire mañanero golpeándole las mejillas, se levantó dejando todo atrás,
decidida, luego de tantas dudas, a cambiar su vida.
Colocó el dial de la radio
en su estación favorita, dónde era infaltable escuchar la milonga de Abel
Aznar, Azúcar Pimienta y Sal, interpretada por el trío Solis-Soler-Falcón. Al
compás de la música entró a su habitación a seleccionar ropa abrigada y tomar
una tibia y confortante ducha.
Minutos después de las diez
y treinta salió de su edificio en busca del colectivo 168, el cual la dejaba a
pocas cuadras del departamento a visitar.
Llegó a la dirección que
publicaba el aviso. Siempre me gustaron
los departamentos antiguos y bien restaurados. Toqué timbre y esperé unos
minutos.
La atendió el amable señor, tenía
los ojos tan grises como su plateado cabello, pero en ellos se notaba vida y
angustia al mismo tiempo.
-Adelante señora y tenga la
amabilidad de cerrar la puerta al entrar-
me dijo.
Subieron las escaleras que los separaban del
primer piso y una vez arriba la llevó a recorrer el departamento. Los techos
eran altos, tenía puertas de madera de dos hojas con vidrios repartidos y molduras
por doquier. Pero lo que más le llamó su atención fue la araña del siglo pasado
que pendía del techo de la sala de estar. Tenía seis exquisitos brazos de
cristal rematados con hermosas tulipas, de ellos colgaban translúcidos caireles
en forma de lágrima.
Marcelo, el propietario del departamento, le comentó
que lo había decorado junto a su mujer, hacía un tiempo ya.
No
pregunté nada, nada, sólo observé un océano en sus ojos que me lo dijo todo. El
lugar era un sueño y el precio de venta no era caro, además el edificio contaba
con una pequeña cúpula que me enloquecía. De un momento a otro, y aún no recuerdo con nitidez como sucedió, me vi
sentada en esas importantes sillas Luis XV compartiendo con él un café,
contándole los motivos por los cuales había decidido buscar un departamento más
grande.
-Poder utilizar una de sus
habitaciones como atelier y pasar mis noches pintando son mi sueño, Marcelo – fue lo
único que se me ocurrió decir.
Ante lo que él respondió que también buscaba
un cambio, alguien con quien compartir sus cosas, con quien hablar y porque no
un alma llena de poesía capaz de enamorarse y volar a sus brazos. Situación que
la inquietó. En otro momento hubiera tenido otra reacción, pero se sentía muy
atrapada por sus palabras y sus formas. No quería irse.
Nos
entendíamos solo con mirarnos. Tomó mi mano y me dijo:
“Ya
no se encantarán tus ojos en mis ojos.
Ya
no se endulzará junto a ti mi dolor.
Pero
hacia dónde vaya llevaré tu mirada.
Y
hacia donde camines llevarás mi dolor.”
Mientras le recitaba el
poema de Pablo Neruda se quedó petrificada en el lugar. No se movía, no
pestañaba, creo que ni siquiera respiraba, solo escuchaba su voz que se
deshacía en cada verso y la iba despojando de su pesada soledad.
La invitó a caminar y recorrieron
tomados de la mano el histórico y pintoresco barrio hasta llegar al bar ubicado
en la esquina de Anchorena y San Luis. Confesándole ser asiduo concurrente los
días sábados, se sentaron en sus sillas de madera, al costado de unas
simétricas estanterías que no dejaban ver la pared por estar repletas de
botellas de licores que hace décadas no veía.
En ese momento, del que
hasta la luna se sentiría envidiosa, la melodía de Azúcar, Pimienta y Sal, proveniente
de la radio, le susurró al oído que aún había tiempo de reiniciar su vida, de
volver a empezar, de otra oportunidad.
Guillermo
Gabriel Giglio
No hay comentarios:
Publicar un comentario