Cuando
me vine a vivir a Buenos Aires alquilé una pieza en el
Hotel Almagro, en
Rivadavia y Castro Barros. Estaba terminando de escribir los relatos de mi
primer libro y Jorge Álvarez me ofreció un contrato para publicarlo y me dio
trabajo en la editorial. Le preparé una antología de la prosa norteamericana
que iba de Poe a Purdy y con lo que me pagó y con lo que yo ganaba en la
Universidad me alcanzó para instalarme y vivir en Buenos Aires. En ese tiempo
trabajaba en la cátedra de Introducción a la Historia en la Facultad de
Humanidades y viajaba todas las semanas a La Plata. Había alquilado una pieza
en una pensión cerca de la terminal de ómnibus y me quedaba tres días por
semana en La Plata dictando clases. Tenía la vida dividida, vivía dos vidas en
dos ciudades como si fueran dos personas diferentes, con otros amigos y otras
circulaciones en cada lugar.
Lo que
era igual, sin embargo, era la vida en la pieza de hotel. Los pasillos vacíos,
los cuartos transitorios, el clima anónimo de esos lugares donde se está
siempre de paso. Vivir en un hotel es el mejor modo de no caer en la ilusión de
“tener” una vida personal, de no tener quiero decir nada personal para contar,
salvo los rastros que dejan los otros. La pensión en La Plata era una casona
interminable convertida en una especie de hotel berreta manejado por un
estudiante crónico que vivía de subalquilar cuartos. La dueña de la casa estaba
internada y el tipo le giraba todos los meses un poco de plata a una casilla de
correo en el hospicio de Las Mercedes.
La pieza
que yo alquilaba era cómoda, con un balcón que se abría sobre la calle y un
techo altísimo. También la pieza del Hotel Almagro tenía un techo altísimo y un
ventanal que daba sobre los fondos de la Federación de Box. Las dos piezas
tenían un ropero muy parecido, con dos puertas y estantes forrados con papel de
diario. Una tarde, en La Plata, encontré en un rincón del ropero las cartas de
una mujer. Siempre se encuentran rastros de los que han estado antes cuando se
vive en una pieza de hotel. Las cartas estaban disimuladas en un hueco como si
alguien hubiera escondido un paquete con drogas. Estaban escritas con letra
nerviosa y no se entendía casi nada; como siempre sucede cuando se lee la carta
de un desconocido, las alusiones y sobreentendidos son tantos que se descifran
las palabras pero no el sentido o la emoción de lo que está pasando. La mujer
se llamaba Angelita y no estaba dispuesta a que la llevaran a vivir a
Trenque-Lauquen. Se había escapado de la casa y parecía desesperada y me dio la
sensación de que se estaba despidiendo. En la última página, con otra letra,
alguien había escrito un número de teléfono. Cuando llamé me atendieron en la
guardia del hospital de City Bell. Nadie conocía a ninguna Angelita.
Por
supuesto me olvidé del asunto pero un tiempo después, en Buenos Aires, tendido
en la cama de la pieza del hotel se me ocurrió levantarme a inspeccionar el
ropero. Sobre un costado, en un hueco, había dos cartas: eran la respuesta de
un hombre a las cartas de la mujer de La Plata.
Explicaciones
no tengo. La única explicación posible es pensar que yo estaba metido en un
mundo escindido y que había otros dos que también estaban metidos en un mundo
escindido y pasaban de un lado a otro igual que yo y, por esas extrañas combinaciones
que produce el azar, las cartas habían coincidido conmigo. No es raro
encontrarse con un desconocido dos veces en dos ciudades, parece más raro
encontrar en dos lugares distintos, dos cartas de dos personas que están
conectadas y que uno no conoce.
La casa
de la pensión en La Plata todavía está, y todavía sigue ahí el estudiante
crónico, que ahora es un viejo tranquilo que sigue subalquilando las piezas a
estudiantes y a viajantes de comercio, que pasan por La Plata siguiendo la ruta
del sur de la provincia de Buenos Aires. También el Hotel Almagro sigue igual y
cuando voy por Rivadavia hacia la Facultad de Filosofía y Letras de la calle Puán paso siempre por la puerta y me acuerdo de aquel
tiempo. Enfrente está la confitería Las Violetas. Por supuesto hay que tener un
bar tranquilo y bien iluminado cerca si uno vive en una pieza de hotel.
Cuento de Ricardo Piglia
Formas
breves, Buenos Aires, Temas de grupo Editorial, 1999, págs. 11-17.
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