Una estampa antigua del barrio
Cine El Nilo, luego Hogar Croata, y por último Casa Rodó de electrodomésticos. Más a la derecha la tradicional confitería "La Bomboniere" -- Agradecemos la foto a Mario Bellocchio del periódico “Desde Boedo”
El barrio de Boedo, allá por la década del ´40, desde
Independencia al sur se denominaba “Almagro 6º”, para distinguirlo de “Almagro 7º” hacia el norte. Era un
barrio bien proletario, de casas bajas, calles adoquinadas y escasos comercios
por fuera de las avenidas centrales Boedo o San Juan.
Había sido cuna del Grupo literario de Boedo, del que participaban: Castelnuovo, Barleta, Mariani y Álvaro
Yunque, entre muchos otros escritores de vanguardia durante la década
del ‘20.
Tradicionalmente, la historiografía cultural argentina lo opuso al Grupo
Florida. Recibió ese
nombre porque uno de sus puntos de confluencia era la Editorial Claridad, ubicada en la calle Boedo 837, y el Café El Japonés en Boedo 873. El grupo se caracterizó por su temática
social, sus ideas de izquierda, vinculado con los sectores
populares y en especial con el movimiento
obrero.
Cuna de
poetas como Homero Manzi, González Castillo y Sebastián Piana,
entre muchos otros que le dieron identidad al barrio. También era un barrio de
cines, como El Nilo, Cuyo, Moderno (“la piojera”),
Select Boedo (antes Alegría), y Los Andes, además del
Teatro Boedo.
Era el barrio donde se asentó por muchos años
“El Gasómetro”, la cancha de San Lorenzo, hacia
la avenida La Plata, hoy en vías de
recuperación.
En la zona del barrio
de Castro Barros y Constitución, donde yo vivía, había escasos comercios, la
panadería, dos almacenes, la carnicería, Eugenio, el carbonero,
de la barranquita de Constitución y Colombres, el barcito
de la esquina de Castro, el boliche de “la Rusa” de ramos generales (baldes,
algo de librería y otras chucherías), el zapatero, con su boca llena de
semillitas (clavitos) y Salvador, el soldador, que emparchaba las cacerolas
picadas por el óxido y el uso intensivo.
Por entonces
proliferaba la venta domiciliaria, el verdulero y frutero con un carrito tirado
por un caballo y otras veces a mano; el pescador
con dos grandes canastas colgando de una vara gruesa cargada de sus espaldas,
con pescado refrescado con hielo y tapado con una bolsa de arpillera; el helero en verano que vendía el hielo en trozos pequeños para las reducidas heladeras de entonces
y el lechero, con su pintoresco carrito cargado
de cántaros.
Existía también el llamado “turquito” de
ascendencia árabe, que no era turco ya que por entonces todos los inmigrantes
habían venido de una zona dominada por el imperio otomano, aunque eran sirios,
libaneses y otros países.
Cargaba dos bolsones
con ropa de cama que vendía a plazo al vecindario y anotaba en una tarjeta
amarilla que quedaba en poder del comprador. Por entonces mi viejo trabajaba en
el correo, y mi madre cuidaba de los hijos y de los quehaceres mal llamados
domésticos. Cosa que se repetía en la mayoría de las familias del lugar.
Ellas eran las
candidatas a la compra, en muchos casos a escondidas del esposo, ya que la ropa
de cama era de poca incumbencia de los maridos.
Al mes siguiente
regresaba el turquito con su bagaje a cobrar las cuotas y tratar de realizar nuevas
ventas. Recuerdo que siempre tenía éxito, ya que la mujer de la casa era poco
propensa a realizar compras fuera del pequeño círculo barrial.
Así el turquito, casa
por casa y con la santa paciencia hacía su clientela “un tanto cautiva” a
precios nada bajos, pero a plazos, lo que
garantizaba su éxito. Recuerdo que anotaba las
cuotas pagadas y las nuevas ventas en la tarjeta amarilla.
No existía entonces el
riesgo de la morosidad, ya que la gente de
entonces carecía de la “picardía” de hoy, inclusive era una situación
vergonzante y mal vista.
Una de sus clientas
era mi vieja, de escasa indumentaria “blanca” de allí el nombre popularizado
para el rubro, ropa de cama, ya que era el color blanco el único existente en
la época.
Nosotros los pibes
siempre ocupados en el “picadito” diario de la tarde después del cole, en la
calle sobre el adoquinado con dos arcos, que marcaban dos árboles de la vereda
opuesta.
La pelota comprada
con la juntada de monedas en lo de “la Rusa” cada dos por tres “se colgaba” en
uno de los escasos techos más altos inaccesibles, así le asegurábamos la venta
semanal de la pelota de goma “pulpo” del tamaño a que alcanzara la colecta.
Recuerdo que los
pibes nos acoplábamos al coche de la confitería “La Bomboniere”, vecina al cine
Nilo. Uno de los dueños de la confitería vivía en
nuestra cuadra, el repartidor Nicolita (todo un personaje), nos llevaba para
ayudar a repartir los pedidos y compartir “la propina”.
Las chicas un tanto
más recatadas observaban desde algún umbral, sin intervenir.
La escena barrial
marcaba los roles machistas de aquella época tanto para los chicos como para
los adultos.
Por las tardes-noches era el turno del juego de las escondidas y otros,
mientras la familia tomaba fresco (en verano) en la puerta de la casa chorizo,
de varios patios y piezas alineadas, al fondo de la
cual estaba el infaltable gallinero y la higuera.
Así transcurría la vida chata de un barrio chato, conocido entonces como
Almagro 6º –que más
tarde se llamaría Boedo–, uno de los 48 barrios
de la Ciudad de Buenos Aires, delimitado por la avenida
Independencia, Sánchez de
Loria, avenida Caseros y avenida
La Plata.
Eugenio Rivera
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